domingo, 26 de abril de 2015

PARQUES, CULTURA Y JACOBINOS


              Desde pequeño un dicho popular nos enseña que la música amansa a las bestias, cuando en realidad lo único que amansa a las bestias es la sangre, la otra mejilla y el dinero público en las cuentas oscuras trasalpinas. Para lo que no nos instruyen de niños, y lo tenemos que ir aprendiendo poco a poco en la vida, es que la única opción para frenar a las bestias es mediante el uso de la educación y la cultura. Cuanto más educación y más cultura menos miedo tendremos a las alimañas, menos nos dejaremos manipular por ellas. Siento romper con más de dos mil años de moral cristiana, pero cuando la bestia, el verdugo, nos atiza en la mejilla, la única forma de aplacarle no es ofreciendo la otra, sino arrancándole la cabeza.

            Por ello, cuando leo últimamente los periódicos, cuando veo las informaciones y veo cómo va avanzando la película general de nuestra sociedad, me sale la vena jacobina más radical, el abate Marchena más furibundo que todos llevamos dentro. Y como él, piensas que la única forma de salvar a la humanidad es pasar por la guillotina a media humanidad. Y ni con esas. 
            Por eso cuando veo escenas como las de ayer mientras paseaba por el centro de Buenos Aires, siento que no todo está perdido, que todavía se puede evitar que Caronte queme sus naves. A pesar que quede mucho para ganarles la partida a los malvados, a las bestias que nos quieren analfabetos y manipulables. De lo que tenemos mucha culpa nosotros mismos, pues no se puede ser romano y aplaudir las gracias a los bárbaros. Con actos como el que vi ayer, vamos rascando un poquito más de tierra de ese túnel que nos llevará a la superficie. 

            Como casi cada día, cruzaba un parque del barrio de la Recoleta para dirigirme a mi trabajo, era la primera hora de la tarde del sábado. El día a pesar de encontrarnos en el otoño austral era agradable, además no había ni rastro de las cenizas del volcán chileno que habían cubierto el cielo porteño el día anterior. Allí junto a un parque infantil, que cada tarde explota de felicidad y de sonrisas infantiles cuando llega el fin de la jornada escolar, un grupo de niños se sentaban sobre pequeñas sillas y mesas de plástico y colores vivos. Junto a ellos se situaban caballetes infantiles, donde los niños dibujaban y pintaban libremente. Los padres revoloteaban alrededor de los jóvenes pintores, comentándoles pormenores, precisando lo bonito de su dibujo. Mientras,  los monitores explicaban cómo podrían crear colores mezclando unos u otros pigmentos, enseñándoles técnicas, y dándoles nociones básicas de la historia de la pintura. Los niños disfrutaban y reían mientras aprendían, y se empapaban del gusto por algo tan necesario para sus vidas como es la cultura.

            Me quedé allí un rato observándolos, pensando en todo esto. Después de unos minutos giré sobre mis talones, al salir por la puerta del jardín urbano que da a la avenida de Las Heras, observé a una pareja de abuelos conversando animadamente en un banco, mientras compartían un mate. A su lado, inmiscuido en una lectura entretenida y con una sonrisa en la cara, su nieto de unos doce años disfrutaba como un cerdo en un lodazal de una novela juvenil.

            Tal  vez, y solo tal vez pensé al avanzar por la vereda derecha, en un futuro lejano podamos librarnos del yugo de la ignorancia gustosa. Tal vez algún día podamos pensar como griegos, luchar como troyanos y morir como romanos.  

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