martes, 21 de abril de 2015

UN PEDAZO DE DON ENRIQUE


            Hablar de cultura tanguera en Buenos Aires es prácticamente lo mismo que hacerlo del bandoneón, de su peculiar forma, de su sonido único. Pensar en la historia de este curioso instrumento es traer a escena al Pichuco Aníbal Troilo, entre otros muchos. Pero si lo hacemos en la actualidad, buscando el día de hoy, Bandoneón es sinónimo de don Enrique. Don Enrique Fasuolo.

            Enrique es un tipo entrañable, delgado, un tanto enclenque, al que le queda ancha la ropa impoluta que viste. Elegante y modesto. La espalda comienza a encorvarse a su paso tal vez por el peso de los años, de los buenos y de los malos que también los hubo, y los hay. Tal vez por los años de contemplación del instrumento, su bandoneón negro con incrustaciones en nácar blanco. Bellísimo. Unos años que le han turbado la vista, haciéndole necesario el uso de los anteojos modernos y plateando su cabello aún espeso.
            Lo conocí al poco de llegar a Buenos Aires, días después de abrir esta publicación, él tocaba su bandoneón junto a un violinista en la parada de metro de Lima, sobre el andén donde paran los vagones con dirección a San Pedrito, en la línea A. Justo al lado de mi casa actual, y que como si fuera un presagio marcó ese lugar de la ciudad como familiar antes de que lo fuera de verdad. 

            Enrique Fasuolo gravita en esa parte del subsuelo porteño junto a un compañero violinista que va cambiando según los días. Lo que no cambia es la hora. Diariamente, desde la una del mediodía hasta prácticamente las seis de la tarde se da cita ahí,  el sonido más característico de la ciudad y de su cultura. Enrique es como dicen aquí un tipo groso, que tal vez debería estar ofreciendo su arte, y su capacidad musical y cultural, en lugares más agradecido para ello que la calle o los andenes del subte porteño. No puedo entender que en lugares tan dados a la venta del folklore y del gusto cultural como La Ideal o el Torquato Tasso ─que en ocasiones te ofrezcan bajo pago bailarines patizambos y músicos irreverentes, que se ganan muy bien la vida con estos espectáculos grotescos, que dicen muy poco de su profesionalidad─, no tengan un espacio para este gran artista que se busca la vida en los andenes del metro y en las esquinas de las calles.

            Se podría decir que soy yo el que no valoro la labor de los bailarines y músicos mercenarios del tango, que hacen lo que pueden a cambio del sueldo y de los aplausos de los turistas bebedores de vino malo, y que tal vez valoro más a este hombre porque no conozco nada de la cultura patria. Pero no soy yo el único que lo piensa, pues en el año 2014 la Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico de la subsecretaria de Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura de la República Argentina, lo reconoció oficialmente –con título incluido-, como Artífice del Patrimonio de la ciudad de Buenos Aires. Considerándolo desde ese día como patrimonio viviente de la ciudad por su vida dedicada al bandoneón. Pero don Enrique sigue siendo fiel a su sitio en el metro, alegrando los oídos de los usuarios, dibujándonos una sonrisa cuando pasamos junto él y su compañero.
            Hace un par de semanas pasé por la estación de Lima a la hora que solía estar Enrique, pero el silencio llamo mi atención. No se oía el quejido del bandoneón. Al pasar junto al banco donde suele colocarse Fasuolo y su compañero encontré un folio pegado con un trozo de papel celo: Por un problema de salud no estaré tocando en el subte por unos días hasta nuevo aviso. Gracias por sus oraciones.

            Por suerte, después de una temporada sin saber de él, el pasado domingo lo reencontré en la calle Defensa, entre tenderetes de recuerdos y antigüedades. Rellenando el ruido de fondo del mercado de San Telmo. Me alegré mucho de volver a verlo, y sobre todo de volver a escucharlo. Bienvenido sea de nuevo.

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