miércoles, 15 de abril de 2015

PLAZA DE MAYO



Siempre llamó mi atención la pirámide de Mayo que la centraliza. Un pequeño obelisco levantado en honor al movimiento revolucionario del 25 de mayo de 1810, el cual daría su primer gobierno a la ciudad fuera del dominio español. Un monumento que ha visto pasar de todo; desde el bombardeo de la plaza por los propios militares argentinos que querían deponer Perón, a persecuciones policiales y militares, pasando por enormes manifestaciones de la población contra la política económica que desembocó en el Corralito. Concentraciones fugaces, y otras perennes como las de las madres y las abuelas de Mayo mundialmente conocidas, con sus pañuelos blancos en la cabeza, que cada jueves a las tres de la tarde se dan cita allí. Por supuesto el lugar además de ser punto culmen de la mayor parte de la historia del país, también ha servido de fondo para millones de fotos de turistas y hogareños.

También, y esto es menos conocido, es centro incansable de petición de justicia para los hombres enviados a la Guerra del Pacifico Sur, a sabiendas de que no tenían escapatoria. Aquella estúpida guerra ─todas lo son─, en la que se enrocaron los militares de la última dictadura al mando de Lepoldo Galtieri, y bajo la sombra de Videla. Vendiendo una victoria fulminante en la prensa local, a sabiendas que lo que estaba ocurriendo era una derrota súbita, radical y meteórica. Las únicas víctimas de todo aquello siguen ahí, en su campamento situado en mitad de la plaza, pidiendo justicia para ellos y sobre todo para los que nunca regresaron. Hoy el gobierno los homenajea, plantando las islas Malvinas en un billete pavoroso de cincuenta pesos. Pero nada más, son los olvidado. Unos más de la historia argenta.

Lo cierto es que la plaza es majestuosa, y además ya no recuerda en nada a aquella de hace doscientos años, denominada plaza Mayor, y que fue testigo de excepción de toda la historia de la independencia cuando se dividía aún en dos por medio de una recova, a la altura de la actual calle Defensa, y que hacía las veces de mercado de abastos. Una plaza que cambió de nombre al echar a los ingleses en 1806 y 1807, denominándose plaza de la Victoria la parte cercana al cabildo. Y la otra, la que hoy alberga la Casa Rosada, y que en su día estaba junto al río y la vieja aduana, como plaza del Fuerte. Porque allí estaba el edifico defensivo, donde se encontraba el gobierno virreinal. 


 Hoy aparece cercenada por unas vallas policías de color negro, casi y esto es curioso, a la misma altura donde en otro tiempo la dividida la recova. Junto a ellas siempre, de día y de noche, aparecen aparcadas varias furgonetas de la policía federal. Esas vallas parten en dos la que debería ser la plaza de todos los argentinos. Separándoles de su gobierno, de la casa que debería ser de todos. Cuando los políticos hacen mal su trabajo, cuando en vez de arreglar problemas, crean más, cuando no conocen los problemas de su país y solo piensan en su interés, entonces la solución es mandar más policías, colocar más vallas que los separen del pueblo, crear más represión y extorsión. Para así tapar las bocas y las mentes discordantes, cercenar los dedos acusadores. Esos dedos y esas mentes de las personas de bien, que los acusa de ser unos necios en su ocupación laboral, un quehacer que pagamos entre todos. Lo cierto es que cuanto mejores son los políticos de un país menos policías son necesarios en las calles, y viceversa.

            En todo ello pensaba mientras paseaba por la calle Hipólito Yrigoyen, pero no solo centrándome en el caso argentino, sino extrapolándolo también al caso de España, y a las vallas fijas y los furgones policiales, colocados de forma imperturbable en la acera de la antigua Dirección General de Seguridad, hoy sede del gobierno de la Comunidad de Madrid. Robando ese paso, y ese pedazo de plaza a los ciudadanos que transitan por la Puerta del Sol. Puestos a robar… robemos hasta las aceras públicas, seguro que ha pensado algún político, alguna lideresa. Pero mis pensamientos se pararon en seco cuando de pronto un ruido mató la tranquilidad que enmarcaba la plaza, el helicóptero privado de la Presidenta tableteaba sobre nuestras cabezas. Se había avenido a bajar a la tierra del populacho desde su exclusivo palacio situado en Olivos. 

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