domingo, 19 de julio de 2015

LOS BUQUINISTAS DE CABALLITO



           Como tantas otras personas, yo también tengo en cada ciudad mis librerías favoritas, mis libreros de confianza, tanto de libros nuevos como de antiguo. Suelo evitar todo lo que puedo las grandes superficies, frías, llenas de computadoras, de personas que manosean volúmenes mirando sin ver, y que al final se deciden por el que más colores tienen en la portada, o por el que más arriba se encuentra en la estantería de novedades o más vendidos. Con dependientes que saben más bien poco de con quien se juegan los cuartos ─hay gloriosas excepciones por supuesto, pero son las mínimas, y por eso no me arriesgo─. Algún día les contaré, lo que me ocurrió con la encargada de la sección de libros de un Corte Inglés y Tolstói ─lo cual hizo que si ya frecuentaba poco esos almacenes, dejara de hacerlo por y para siempre─.

            El caso es que cuando estoy en España suelo ir a librerías de confianza, llevadas por libreros y libreras que aman su trabajo, como si éste no le respondiera a ese cariño con sinsabores y sufrimiento. A los que les pides un volumen por extraños que sea, y tras unos segundos pensativos ─sin búsqueda digital de por medio─, se dirigen hacía una esquina del local y sacan con cuidado de la estantería el volumen reclamado. Otros son capaces de hacerse con cualquier libro que les solicites, por extraño que sea, o descatalogado que esté. Esos tipos nos hacen la vida mucho más sencilla a los que nos dedicamos a la historia, a los que a veces nuestras investigaciones nos llevan a necesitar algunas obras un tanto bizarras. 

            Cuando estoy en el extranjero también frecuento y visito estos negocios, a veces acabo saliendo del lugar con una bolsa llena de libros, sobre los que me abalanzo nada más sentarme en un café cercano, o en la habitación del hotel. En otros casos debo de andar con cuidado, y no comprar todo lo que me gustaría, pues después de un largo periodo de tiempo en ese país exterior, sería realmente complicado llevarlos todos a tu lugar de origen. Algo así me está ocurriendo durante mi estancia en Argentina. Buenos Aires es la ciudad del mundo con más librerías por metro cuadrado ─al menos eso leí no hace mucho en un artículo de prensa─, y una ingente parte de ellas lo son de segunda mano. Ofrecen muchos interesantes títulos, tanto históricos, como literarios a precios realmente ajustados. 


            Me encanta pasear por la avenida Corrientes entrando y saliendo de ellas, observado los títulos grabados en letras doradas, sobre las encuadernaciones en rustica de libros editados hace más de un siglo, y que tratan sobre temas tan dispares como la psicología indígena, las últimas obsesiones de Napoleón o  la arquitectura criolla de las regiones interiores. Pero si hay un lugar en Buenos Aires que ofrece librerías de viejo y tranquilidad, ese es el parque Rivadavia, en el barrio de Caballito. El lugar es uno de mis favoritos en Buenos Aires, a un lateral del parque se levantan decenas de quioscos de buquinistas, casi al estilo de los que se adosan a la rivera del Sena en París, con la salvedad de que por aquí no circulan coches. Tal vez por ello, junto a los quioscos metálicos pintados en verde juegan los niños a la pelota, mientras los habitantes de la zona charlan y toman mate, o juegan tranquilamente al ajedrez sobre las mesas colocadas allí por la legislatura de la ciudad. La escena vista desde lejos, da un ambiente único a esa zona de la avenida Rivadavia.

            Es un lujo ojear libros y revistas con historia mientras de fondo escuchas las sanas risotadas de los niños que corren tras una pelota, las conversaciones de los vecinos hablando de las últimas noticias, o comentando las jugadas de la última partida de ajedrez.

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