Una
de las primeras impresiones que causó en mí la ciudad fue la de sentir como los
edificios goteaban. Era como si sudasen por el calor penetrante del verano
austral, como si se derritieran en una espiral de locura. Como si fueran unos
modernos e industriales relojes de Dalí. Al pasar bajo si estructura dan la
sensación de que en vez de estar realizados en hormigón y vidrio, lo estuviesen
en chocolate o en queso de barra.
Cuanto más cerca del centro de la ciudad me
iba encontrando con más facilidad y frecuencia descubría charcos de agua bajo
las cornisas y los voladizos. Con más viabilidad podría recibir un bautizo
industrial con ese líquido incierto, turbio y velado. La linfa sobrante del
circuito vital de cualquiera de los miles de aparatos de aire acondicionado
que sobrevuelan nuestras cabezas, y que a la mínima oportunidad dejan caer su
reflujo sobre los viandantes despistados. Algo que apenas ocurre en los barrios
más pobres o modestos, evidentemente el aire acondicionado, como otras muchas
cosas en Buenos Aires y en el resto del mundo, no son para todos los bolsillos.
Engendros cuadrados de color metalizado o grisáceo, con
una parte circular a forma de corazón metálico que se apoderan de las fachadas,
aferrándose a sus salientes como lapas a los cascos de los barcos. Que sean
viejos edificios de oficinas, nuevos edificios gubernamentales, moles de
ferralla y cristal sin contenido ni continente, o bonitas construcciones decimonónicas
reformadas y reconvertidas en pisos de lujo es lo de menos. En todos se reproducen
como los hongos ansiosos de luz y protagonismo tras las primeras lluvias.
Cuando incursiono por
las grandes avenidas o las despejadas plazas, observo como los pequeños charcos
de agua que aparecen bajo las máquinas de aire acondicionado se van transforman
en cataratas silenciosas. Sin duda podrían gustosas calarte entero sino andas
con el atisbo suficiente para evitarlas. Las puedes oír caer sigilosamente sobre
los toldos abiertos de los negocios, con ese sonido ronco, seco, retumbando como
si lloviera sobre un techo de latón. Caen dejando sus huellas sobre los
cristales de tus gafas, sobre tus brazos o cualquier cosa que lleves en las manos.
Cierto es que al
principio del día es molesto sentir éste agua proveniente de la lluvia
industrial sobre tu cabeza, sobre tu ropa limpia. Es verdad, incomoda, quebranta tu higiene matinal. Pero según van avanzando
las horas, según el calor se hace más sofocante y poderoso, y la búsqueda de
las sombras más necesaria, comienzas a ver con mejores ojos sus frescas, aunque a sabiendas
sucias salpicaduras.
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