viernes, 20 de febrero de 2015

LLUVIA INDUSTRIAL



Una de las primeras impresiones que causó en mí la ciudad fue la de sentir como los edificios goteaban. Era como si sudasen por el calor penetrante del verano austral, como si se derritieran en una espiral de locura. Como si fueran unos modernos e industriales relojes de Dalí. Al pasar bajo si estructura dan la sensación de que en vez de estar realizados en hormigón y vidrio, lo estuviesen en chocolate o en queso de barra.
           Cuanto más cerca del centro de la ciudad me iba encontrando con más facilidad y frecuencia descubría charcos de agua bajo las cornisas y los voladizos. Con más viabilidad podría recibir un bautizo industrial con ese líquido incierto, turbio y velado. La linfa sobrante del circuito vital de cualquiera de los miles de aparatos de aire acondicionado que sobrevuelan nuestras cabezas, y que a la mínima oportunidad dejan caer su reflujo sobre los viandantes despistados. Algo que apenas ocurre en los barrios más pobres o modestos, evidentemente el aire acondicionado, como otras muchas cosas en Buenos Aires y en el resto del mundo, no son para todos los bolsillos.

            Engendros cuadrados de color metalizado o grisáceo, con una parte circular a forma de corazón metálico que se apoderan de las fachadas, aferrándose a sus salientes como lapas a los cascos de los barcos. Que sean viejos edificios de oficinas, nuevos edificios gubernamentales, moles de ferralla y cristal sin contenido ni continente, o bonitas construcciones decimonónicas reformadas y reconvertidas en pisos de lujo es lo de menos. En todos se reproducen como los hongos ansiosos de luz y protagonismo tras las primeras lluvias.


           Cuando incursiono por las grandes avenidas o las despejadas plazas, observo como los pequeños charcos de agua que aparecen bajo las máquinas de aire acondicionado se van transforman en cataratas silenciosas. Sin duda podrían gustosas calarte entero sino andas con el atisbo suficiente para evitarlas. Las puedes oír caer sigilosamente sobre los toldos abiertos de los negocios, con ese sonido ronco, seco, retumbando como si lloviera sobre un techo de latón. Caen dejando sus huellas sobre los cristales de tus gafas, sobre tus brazos o cualquier cosa que lleves en las manos.     
      
Cierto es que al principio del día es molesto sentir éste agua proveniente de la lluvia industrial sobre tu cabeza, sobre tu ropa limpia. Es verdad, incomoda, quebranta tu higiene matinal. Pero según van avanzando las horas, según el calor se hace más sofocante y poderoso, y la búsqueda de las sombras más necesaria, comienzas a ver con  mejores ojos sus frescas, aunque a sabiendas sucias salpicaduras.

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