Nunca, en ningún café de ninguna otra ciudad que he
visitado he visto algo similar. La enorme cola que nace en la puerta de
entrada, donde turistas ataviados con cámaras de fotos y pantalones cortos
hacen cola entremezclados con gente trajeada y de acento porteño que acostumbra
a tomarse el café de media tarde, o de media mañana, allí a diario.
Normalmente, en estos lugares marcados por la historia y las guías turísticas
entras y si no hay sitio te marchas por dónde has venido, volviendo más tarde,
o no volviendo. Depende de las ganas de tomar café que tengas, de la calidad
del mismo, o del cariño que sienta cada cual por el lugar en cuestión. Pero en
el Tortoni no. En el Tortoni la gente aguanta la cola incluso cuando llueve a
cantaros, es uno de esos lugares que hay que visitar sin atisbo de duda en la
ciudad. Les confieso que yo, a pesar del amor que siento por el café, nunca he
soportado la cola. He preferido marcharme siempre y entrar en un momento de más
sosiego y de calma. Es una de las ventajas de pasar por la avenida de Mayo a
diario.
Cruzo el umbral, después de que un amable hombre con bigote blanco
y de carácter campechano me abra la puerta, para encontrarme con una sala
enorme en largura y altura. De pronto, frente a mí, dos hileras de mesas
idénticas se expanden en el horizonte cercano. Todas ellas calcadas, mesas
redondas de mármol blanco, amarilleado por el uso y el paso de los años,
jaspeadas en verde. A su alrededor cuatro sillas de madera tapizadas en
corambre trabajada, algunas con la superficie rasgada por el paso del tiempo y
el ir y venir de clientes.
Al fondo del todo se abre un comedor amplio, aparece justo
nada más dejar a la izquierda un pequeño recogido donde una chica guarda la
entrada a la sala de conciertos y de espectáculos de tango dedicada a la escritora
y poeta Alfonsina Storni. Este comedor de nuevo se organiza con una nueva doble
hilera de mesas, en este caso rectangulares y coronadas con un mantel de color
rojo intenso. Sobre todas ellas cuelgan lámparas de hierro forjado con un
plafón central, y sobre él cinco tulipas con una bombilla más tenue, similares
a las que aparecen en los apliques colgados entre los cuadros a lo largo de las
cuatro paredes del local. No es extraño encontrarse alegorías y guiños al tango
en el local, pues sobre el Tortoni se encuentra la Academia Nacional de Tango.
Entre el comedor de manteles rojos y la sala de tango con nombre
de poeta suizo-argentina se esconde como si nada, como pidiendo permiso para existir,
una sala no muy grande que cuenta con una pequeña entrada en forma de biombo.
La sala lleva el nombre de César Tiempo, periodista y escritor ucraniano de
nacimiento pero argentino de adopción y de corazón. Él fue parte importante, y
fundamental, del grupo de artistas conocido como Grupo Boedo, que no solo marcó
un antes y un después en la cultura nacional, sino que sirvió para arrancar del
olvido uno de los barrios más arrabaleros y característicos de la ciudad:
Boedo. Esta sala, además, conserva algunos de los detalles de la vieja y ya
desaparecida barbería con la que contaba el café, donde los clientes arreglaban
su imagen a la vez que charlaban entre ellos intentando arreglar los problemas
del mundo. Otros, preferían utilizar los debates entre café y barbería para
decidir el tema de su nueva obra literaria, o de la partitura que se traían
entre manos.
El mostrador principal, situado a la izquierda de
la entrada, se estira casi hasta el final del café. Unas columnas de color
rojizo pulido y brillante, rematadas en capiteles corintios pintados en color
hueso, la separan de las mesas de la cafetería. Estas columnas sujetan un
techo, el cual se abre en dos ocasiones en unas grandes y rectangulares vidrieras
de imponentes colores que se encuentran en perfecto estado de conservación.
Bajo ellas se puede respirar todo el estilo modernistas de finales del siglo
XIX.
La barra de madera y mármol conserva todo el encanto del antiguo
café. Tras ella se esconden todos los modernos aparatos que hacen más fácil la
labor al camarero, pero que destrozan la visión de lugares como éste, templos
del café, de la conversación y de la cultura. El final de la barra remata en
semicírculo, con un caparazón de madera preciosamente labrado que la cubre por
completo con tres ventanas rectangulares abiertas. Las dos laterales hoy
aparecen tapadas por la espalda cobriza de dos viejas cafeteras, dejando la
central abierta para que los camareros, vestido totalmente de negro, con
corbata y mandil a la francesa, sirvan rápidamente los cafés y los chocolates
con churros que los compañeros les demandan desde el otro lado voz en grito.
Sobre esta carcasa de madera resaltan varias lámparas de cristales de Murano en
forma de decoración delicada. Bajo el mostrador, bajo las mesas, y bajo donde
yo me sitúo, se encuentra la Bodega del Tortoni donde expuso por primera vez
Benito Quinquela Martín, el pintor de los puertos de La Boca.
Todo el local aparece
decorado con fotos, cuadros y esculturas que representan a todos los artistas,
músicos, escritores, pintores o intelectuales, tanto argentinos como
extranjeros, que a lo largo de su vida pasaron una parte importante de su
tiempo conversando o trabajando dentro del Tortoni. Entre ellos por supuesto
Carlos Gardel, él tiene un lugar único y privilegiado en el café. Su imagen
aparece sobre la barra, en uno de los grandes carteles chapados y coloreados,
donde sobre el nombre del local y de su fecha de fundación se ve la cara de la
voz del tango con mayúsculas.
Al salir me fijo en las dos vitrinas
que escoltan la puerta principal. En la de la izquierda recuerdos; Medallas
conmemorativas del lugar, un busto de Cortázar en reconocimiento a la labor del
café dentro de la cultura porteña, y recortes de prensa del día que Gardel
actuó en el Tortoni. En la de la izquierda imágenes de personalidades que han
pasado por sus mesas para saborear su café regular y corriente: Ernesto Sabato,
Federico García Lorca, Mario Benedetti, Jorge Luis Borges, Luigi Pirandello,
Joan Manuel Serrat, Julián Centeya, Vargas Llosa o Carlos Mastronardi entre
otros. Casi nada.
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