Viajar en tren por
Argentina es un espectáculo, más allá de los paisajes, de las conversaciones
ocasionales o de cruzar villas y palacios. A pesar del calor
sofocante del febrero argentino que se posa con servidumbre y parsimonia en su
interior, el siempre abarrotado tren Roca ofrece la cercana sensación de
inmiscuirte de lleno en un país y en sus gentes.
Durante el trayecto, sin descanso, la cantinela de los
vendedores endulzan el aire pesado y plomizo…Bombón helado a ocho pesos, compren su bombón helado. Compre facturas,
facturas de manteca caseras por veinte pesos. Diez pesos vale el bote para
quitar el dolor de espalda y mejorar la circulación. Dos alfajores por diez
pesos. Compre galletas saladas, un paquete cinco pesos, si se lleva tres a diez
pesos. Gaseosas, aguas saborizadas, aplaque el calor por quince pesos. Tutuca, cinco pesos la tutuca. Marcianos de fruta pura, fresquísimos y a solo
diez pesitos. Helado de nata artesanal, copa familiar por quince pesos.
Calcetines de colores, tres pares por treinta pesos. Choclos calientes por
cinco pesos. Empanadas salteñas, panes rellenos, café de Colombia, arepas
venezolanas…
El pitido atronador de la locomotora cuando se
acerca a los cruces, a los pasos a nivel o a las entradas de las estaciones, pintadas
en su momento de blanco y azul celeste que hoy languidecen, despierta a los
perros que intentan dormitar a la sombra. A veces me sorprende el apetecible olor
de la parrilla ruinosa, que colocada entre estatuas blancas de políticos o próceres
locales desconchados por el hastío, revive lustrosa y amable a esas horas del mediodía
junto a la valla quejumbrosa que separa las vías de la población. El frenazo
del colectivo 266 en un cruce complicado de Wilde me saca del ensimismamiento
comunal, y de paso hace que mi mirada se clave en uno de los grandes murales
diseminados por todas las poblaciones, reclamando inconmovibles derechos
sociales, o recordando grandes momentos y logros que ya quedan muy lejanos.
Al poco veo las
obras imperecederas, casi caducas por lo mucho que se demoran en el tiempo, en las
a esas horas desangeladas calles de Villa Dominico o Villa España. Todo acompañado
del humo gris, producto de la nefasta combustión de la locomotora, que hace que
el interior del vagón huela como una fábrica de nafta cada vez que emprende la
marcha. Al mismo tiempo que comenzamos a avanzar renqueantes sobre las vías
oxidadas se insuflan los dos silbidos desquiciantes del jefe de estación.
Mi acompañante de asiento termina su gaseosa de naranja, servida ineludiblemente con pajitas de colores. Da el último sorbo ruidoso a la bebida y deja la botella en el suelo, a merced de los movimientos que la llevarán rodando lejos de nosotros en cuestión de segundos. Mientras, al entrar en la estación de Plaza Constitución veo una pintada en sus muros con la que estoy totalmente de acuerdo…Argentina merece más.
Mi acompañante de asiento termina su gaseosa de naranja, servida ineludiblemente con pajitas de colores. Da el último sorbo ruidoso a la bebida y deja la botella en el suelo, a merced de los movimientos que la llevarán rodando lejos de nosotros en cuestión de segundos. Mientras, al entrar en la estación de Plaza Constitución veo una pintada en sus muros con la que estoy totalmente de acuerdo…Argentina merece más.
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