domingo, 15 de febrero de 2015

EL TREN DE LOS BUHONEROS


             Viajar en tren por Argentina es un espectáculo, más allá de los paisajes, de las conversaciones ocasionales o de cruzar villas y palacios. A pesar del calor sofocante del febrero argentino que se posa con servidumbre y parsimonia en su interior, el siempre abarrotado tren Roca ofrece la cercana sensación de inmiscuirte de lleno en un país y en sus gentes.

            Durante el trayecto, sin descanso, la cantinela de los vendedores endulzan el aire pesado y plomizo…Bombón helado a ocho pesos, compren su bombón helado. Compre facturas, facturas de manteca caseras por veinte pesos. Diez pesos vale el bote para quitar el dolor de espalda y mejorar la circulación. Dos alfajores por diez pesos. Compre galletas saladas, un paquete cinco pesos, si se lleva tres a diez pesos. Gaseosas, aguas saborizadas, aplaque el calor por quince pesos. Tutuca, cinco pesos la tutuca. Marcianos de fruta pura, fresquísimos y a solo diez pesitos. Helado de nata artesanal, copa familiar por quince pesos. Calcetines de colores, tres pares por treinta pesos. Choclos calientes por cinco pesos. Empanadas salteñas, panes rellenos, café de Colombia, arepas venezolanas




            El canturreo se escucha mucho más fuerte cuando el tren se detiene en cada andén o en cada apeadero: Avellaneda, Quilmes, Bernal, Hudson, Villa Elisa, Ezpeleta, Don Bosco, City Bell, Plátanos, Ringuelet, Tolosa…y se entremezclan a lo largo de los viejos y ajados vagones que recorren las entrañas del país. Mientras tanto, entre traqueteo y traqueteo, la virgen de Luján nos observa cauta y perenne desde cada una de las hornacinas de cristal que decoran todos los andenes de las estaciones que forman parte del recorrido del tren de los buhoneros, de los ambulantes. Colocada hacía la mitad de cada andén de ida o de vuelta. Tanto da. Al otro extremo, se levantan impávidas las tascas, tiendas cochambrosas, boliches, centenares de vallas publicitarias, o canchas viejas y nuevas llenas de chicos que corren tras una pelota. Los brazos terrosos de acuíferos y riachuelos provenientes del, nunca lejano en esa parte de la provincia, Río de la Plata corretean húmedos entre las villas adormiladas entre colores ocres y rojizos similares a los que el río posee.
            El pitido atronador de la locomotora cuando se acerca a los cruces, a los pasos a nivel o a las entradas de las estaciones, pintadas en su momento de blanco y azul celeste que hoy languidecen, despierta a los perros que intentan dormitar a la sombra. A veces me sorprende el apetecible olor de la parrilla ruinosa, que colocada entre estatuas blancas de políticos o próceres locales desconchados por el hastío, revive lustrosa y amable a esas horas del mediodía junto a la valla quejumbrosa que separa las vías de la población. El frenazo del colectivo 266 en un cruce complicado de Wilde me saca del ensimismamiento comunal, y de paso hace que mi mirada se clave en uno de los grandes murales diseminados por todas las poblaciones, reclamando inconmovibles derechos sociales, o recordando grandes momentos y logros que ya quedan muy lejanos.
           Al poco veo las obras imperecederas, casi caducas por lo mucho que se demoran en el tiempo, en las a esas horas desangeladas calles de Villa Dominico o Villa España. Todo acompañado del humo gris, producto de la nefasta combustión de la locomotora, que hace que el interior del vagón huela como una fábrica de nafta cada vez que emprende la marcha. Al mismo tiempo que comenzamos a avanzar renqueantes sobre las vías oxidadas se insuflan los dos silbidos desquiciantes del jefe de estación.

            Mi acompañante de asiento termina su gaseosa de naranja, servida ineludiblemente con pajitas de colores. Da el último sorbo ruidoso a la bebida y deja la botella en el suelo, a merced de los movimientos que la llevarán rodando lejos de nosotros en cuestión de segundos. Mientras, al entrar en la estación de Plaza Constitución veo una pintada en sus muros con la que estoy totalmente de acuerdo…Argentina merece más. 

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