Los
domingos suelen ser días tranquilos, de esparcimiento y cierta holgazanería, o al
menos eso parecen en su esencia primigenia. Días ligeros para leer el periódico
más tranquilamente por la mañana, de vermú y paseo al atardecer. Pero si hay una cosa que
te pide Buenos Aires un domingo por la mañana es que te lances a la calle.
Pasearla. La ciudad lo demanda, necesita escuchar sobre su
piel de asfalto, piedra y césped el taconear de los zapatos de sus habitantes y
visitantes. Por y para ello ofrece innumerables actividades. A las normales atracciones,
como los gratos paseos por Corrientes entre libros y discos, o la asistencia a los
cafés de otra época que se diseminan a lo largo del plano bonaerense,
entremezclándose en perfecto entendimiento con los actuales, podemos añadir el
mercado artesanal de la Recoleta, entre ficus milenarios y tango a la gorra, que
se despliega junto al más famoso cementerio porque allí descansa tras un largo
y novelesco peregrinaje la momia de Evita Perón. En la otra punta de la ciudad
los domingos se pliegan a la fiesta semanal de la Costanera Sur, un recreo para
la gente más humilde de la ciudad, realizado a los pies de una reserva natural
y junto al remozado Puerto Madero. Los asistentes toman mate y almuerzan comida
casera, portada en cestas y neveras de plástico, mientras charlas sentados en
el césped de la zona cercana a los altos edificios de cristal. Como si
demandaran con su dominical presencia su pedacito de memoria histórica, salvaguardando
el recuerdo y la evocación de lo que fue una zona más dura para la vida en otro
siglo. Al lado, en el viejo Puerto Madero, se entremezclaron trabajo portuense
y feroz, con la plataforma de llegada de miles de inmigrantes europeos con una
mano delante y otra detrás. Encarando la aventura del nuevo mundo, si tenían
suerte, con una maleta de cartón y un par de mudas. Hoy da gusto pasear por su
esencia vegetal e histórica porteña nunca pérdida entre familias, mate,
conversación y sonrisas.
Pero hay un lugar especial para los domingos, a pesar de estar un tanto abotargado
por la demasía de turistas en los últimos tiempos. Lo que uno de los cantores del rock nacional denominó el
mercado de las cosas viejas y rotas. Aunque la plaza principal sigue guardando
este recurso foráneo, el resto de las calles son mercados de recuerdos de la
capital y del país. Aun así, es un paseo ineludible por interesante y por
necesario, pues solo así se entienden los matices del barrio y de sus
habitantes.
Lo
heterogéneo y lo heterodoxo se diluyen sobre las mesas simples de madera y
aglomerado, o sobre una manta en el suelo; libros de viejo, mates, bombillas, películas,
remeras de Mafalda, vinilos de tango, cuchillos de Tandil, fotografías en
blanco y negro del sentimiento y la tradición bonaerense… Al pasar por el viejo
edificio Calmer donde vivió Francisco Ayala en su etapa argenta, sale a mi paso
un anciano ciego, de corta estatura y barba blanca y rasposa de varios días.
Golpea bruscamente el suelo desigual y peligroso de cantos rodados de la calle
Defensa, mientras avanza quejumbroso buscando la firmeza del trazado con sus
zapatillas amarillentas y deshilachadas. Cubre su cabeza con una gorra ajada de
propagando gubernamental, y en su mano derecha mueve a modo de reclamo un vaso
de metal, en cuyo interior retruenan contra los bordes unas cuantas monedas de
un peso.
Mientras
busco en mi bolsillo unas monedas sueltas para depositarlas en el vaso del
ciego, comienzo a oír un griterío de fondo. Provienen del cercano Paseo Colón, de
repente parece que allí se arremolina toda la ciudad, como si el mercado
hubiera desaparecido y todo el mundo se hubiera concentrado ahí. Los coches pitan,
la gente grita y canta, los colectivos pasan atestados de gente que asoman su
cuerpo por las ventanas y puertas abiertas. El Paseo Colón se alarga hasta la avenida
Almirante Brown en forma de una escandalosa catarata de azul y oro. Es domingo y Boca juega en la Bombonera.
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