Llegar a Buenos Aires a
finales de enero es hacerlo a una ciudad arropada por el verano austral más
potente, donde los rayos de sol caen como plomo al rojo vivo quemando tú blanca
piel Europea, acostumbrada ya a los fríos meses invernales. La creciente y feroz
humedad proveniente del Río de la Plata no ayuda a acostumbrar tu cuerpo a las
nuevas temperaturas del continente recién descubierto. Mucho peor, incrementa la sensación
de agobio, de pegajosidad huraña en los primeros minutos de cada mañana, cuando
recién duchado y maqueado para una jornada nueva, buscas la sombra de los
viejos edificios decimonónicos de San Telmo, sin darte cuenta de que no hay
solución posible para tu mal llamado estío meridional.
El barrio va despertando poco a poco tu amabilidad y
haciéndote olvidar tus nimios problemas climáticos con el olor a las primeras
brasas de la mañana, con las primeras imágenes grafiteadas en las antiguas
casas de los ricachones de otro siglo que huyeron de esas calles tras un brote
de fiebre amarilla. Largándose con sus títulos y su plata a la zona norte de
la ciudad. Dejando el barrio huérfano, desamparado, hasta que muchos años
después lo sacara de su coma inducido la gente joven con sus boliches, sus
tiendas baratas, sus restaurantes de siempre y su arte callejero. Arte puro, de
reclamo social y libertad, que tanto y tan bien se respira por las calles del
viejo San Telmo.
Arte
que va creciendo según te vas acercando a la parte sureste, al igual que va aumentando la sensación de agobio y de humedad. El río cada vez más cerca hace
notar su presencia aunque lo oculten los altos, lustrosos y recién
desempaquetados rascacielos de Puerto Madero. Esas calles que dejan ver los
viejos adoquines de la ciudad porteña, y que como si en algunas partes se
levantara el maquillaje excesivo de las nuevas ciudades, deja aparecer,
asomarse para que el viandante lo vislumbre y valore, los viejos raíles del
tranvía bonaerense, que desapareció casi por completo años antes de que los
milicos hicieran desaparecer a tantos de sus usuarios. Calles por las que al caer las primeras tonalidades del sol de la tarde, suben sin remedio pequeñas oleadas de tango provenientes de El Almacén, entremezcladas con el incipiente frescor nocturno del viento del siempre presente Río de la Plata, que sutil y tibio se
cuela entre tu camisa y tu piel, devolviéndote la tranquilidad climática que
tanto ansiabas desde el amanecer. Su liviana ternura te invita a disfrutarlo
quieto en la Plaza Dorrego, junto al amargor de una cerveza local y el sonido
de un bandoneón quedo y serpenteante.
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