Llegar por primera vez
a Buenos Aires es inmiscuirte en el mayor caos calmado de Latinoamérica, donde
los bosques y los jardines se mezclan con la avenida más ancha del mundo y no
solo se compenetran a la perfección, sino que se hacen invivibles el uno sin el
otro. Donde las grandes distancias son tan cercanas como una numeración
sencilla de cuadras y comunas. Donde, incluso, las más inhóspitas y desconchadas
calles y esquinas te saludan con hospitalidad gaucha y porteña.
Una ciudad enorme y fría que se vuelve cercana y cálida
en cuanto pasas un par de días en sus calles, hablando con su gente y tomando
sus pésimos recuelos en sus maravillosos cafés y restaurantes. Buenos Aires es
como ninguna la ciudad del oxímoron, de los enemigos íntimos que no pueden ni
quieren vivir sin sus contrarios.
Pero como ya dije algún día sobre otras ciudades
Europeas, Buenos Aires también es la ciudad de las mil ciudades. Hay una
selectiva cantidad de ciudades que son muchas a la vez, en las que cada barrio,
incluso cada calle te evoca otros lugares del planeta. Sensaciones,
construcciones o sentimientos, que repentinamente te trasladan a un café de
Lisboa, a un parque de París, a una esquina de Nueva York, a una cervecería
belga, a un bulevar berlinés o a la Kasbah de Tánger. Para de repente devolverte, regurgitado, al centro de Buenos Aires y notar que en vez de sentirte desconcertado te
vuelves bálsamo y recogimiento.
De nuevo noto que me siento observado, perseguido por algo
que ya he sentido hace años y que vuelve a mi vida cada cierto tiempo, en según qué
lugar y ciudad. Sabía que en ésta lo volvería a sentir. Cortázar aparece en
cada esquina, y Rayuela, y sus Cronopios y sus Famas se transforman en camareros,
en parejas que toman mate sentados en un banco de Puerto Madero o en el anciano
que me cuenta la vida de su librería de Corrientes. Por donde entre teatros y
pizzerías, Oliveira y su Maga, se esconden de mi mirada como si jugaran una vez
más al cíclope.
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