Cuando
cruzas la puerta que separa el interior de la ajetreada avenida Corrientes lo
primero que te golpea es un olor muy característico de otras zonas. Un olor que
no esperas al entrar en un café del
centro de Buenos Aires. El olor a especias lo inunda todo, golpeando tu olfato
y bajando por tus fosas nasales hasta tu interior. Trayendo ante ti, recuerdos
de otros países, de otras culturas.
La
sensación si olvidáramos lo que nos rodea, sería similar a la que sientes a
entrar en un zoco del Magreb, de Asía, o en una tienda de ultramarinos lisboeta.
Una de esas lojas de toda la vida, de
las que tras muchos años siguen luchando por sobrevivir junto al río, o a la
sombra de un rey de otra época a caballo en la Praça da Figueira. Aromas entremezclado con el olor a
humedad centenaria que se escapa entre los recovecos dejados por las
estanterías de madera. Los bacalaos salados colgados del techo, con las alacenas
repletas de botellas de vino dulce y latas de conservas añejas, pretéritas al temblor
sísmico que arrasó la ciudad del Tajo.
El suelo del café avanza haciendo dibujos romboidales,
entre baldosas negras y amarillas que en su día debieron de ser blancas.
Decenas de mesas redondas de madera clara, con sillas a juego se diseminan
sobre ellas. El mobiliario a simple vista denota menor calidad que la de otros
cafés típicos, de menor peso y de tacto más tosco. Pero en realidad son igual
de atractivas para los que buscamos cafés con historia y mili a la espalda.
Aunque si hay que ser sincero, las mesas son lo de menos, son la parte
secundaria a pesar de ser un café de gran tamaño. El protagonismo del local sin duda alguna es para mostrador. Mejor dicho, para lo que se encuentra sobre y detrás de él.
Se podría decir que recuerda a un colmado, de esos que
hasta hace no muchos años podíamos encontrar en muchos lugares del norte de
España, como los de Galicia o Asturias, y que por desgracia se han ido perdiendo,
dejando espacio a locales insulsos y sin alma, similares a los que puedes
encontrarte en cualquier ciudad del mundo. Sin el alma de su pueblo, de sus gentes y de sus causas. Algunos
más quedan en Cádiz, donde aún se puede disfrutar de verdaderos clásicos por
la zona del Mentidero o de la Viña. Los antiguos montañeses, lugar de chanzas y
coplas. Y que duren, pues son pequeños esbozos de otro tiempo que te reciben
gustosos, y que te alegran los sentidos de la vista, el tacto, el olfato y
sobre todo el del gusto con sus productos de alta calidad.
El mostrador del café El Gato Negro se divide en
dos partes a lo largo de la pared izquierda. La primera de ellas va desde
prácticamente la puerta hasta la mitad del local, todo él de madera del mismo
tono que las sillas y las mesas. Sujetando sobre su parte lisa centenares de
botes de cristal, contenedores de todo tipo de especias. Condimentos y
aderezos, que se multiplican en la estantería trasera de tablas y traviesas
cerradas con puertas corredizas de cristal. Junto a ellos, pequeñas botellas de
licor, pequeños botes de aromas para pastelería y estuches de caramelos naturales.
Esencias de otra época que una camarera, con el pelo rapado en uno de sus
lados, se afana en empaquetar cuidadosamente en paquetitos de cartón con el
logotipo del local. La situación la iluminan unas lámparas de araña simples,
con seis tulipas lisas y de color azafranado.
La segunda parte del mostrador se subdivide en dos. La
primera parte ocupa tan solo el espacio de una antigua máquina de café que
sigue en funcionamiento y que permanece escondida de la vista de los clientes tras
unas vitrinas de cristal. En ellas, dividida en cuatro apartados, se exponen
los distintos tipos de granos de café que ostenta el local. El Gato Negro como
los viejos cafés no solo lo sirven, sino que también lo tuesta, lo muele y lo
vende al peso para el exterior. A pesar de eso, y como es costumbre en la
ciudad, su café esta aguado, sin sabor recio. Una especie de falso café
americano que sirven junto a tres pastas de té y un vaso de soda o sifón. Un
café que por mucho que nos empeñemos en beber, a los que nos gusta la bebida
cargada y corta, no sirve para quitarnos el mono de la cafeína, a pesar de que nos
sirvan esta recuela en locales que son verdaderas maravillas históricas, de una
ciudad y de un país.
La última parte de esta barra, está repleta de platos
brillantes de metal que contienen decenas de facturas y pasteles, rellenos
todos ellos con dulce de leche, preparados para acompañar las consumiciones de
los clientes. Remata la zona una vieja lata de pimentón El Águila, conservada como si acabara de salir de fábrica. En ella,
se ve un águila real sobrevolando unas montañas nevadas y la marca del
producto. La reliquia metálica sirve para ocultar la moderna pantalla táctil
que hace las veces de caja registradora.
Tanto en la parte interior de este pedazo de barra, como
en una estantería exterior, colocada a modo de decoración en el arranque de las
escaleras de madera, aparecen botes circulares de un medio metro de alto, con
tapadera de varios colores: rojos, negros y marrones. En su día sirvieron
para almacenar granos de café recién tostado, aunque ahora ya solo se usan para
recordar cómo funcionaba el negocio en el siglo pasado. En todos ellos, dentro
de un ovalo, al estilo de mandorla románica se coloca la imagen del negocio: un
gato negro con un lazo rojo al cuello. El mismo que llevan los camareros bordado
en la parte izquierda del chaleco rojo, a juego con la pajarita.
En
la parte superior, hay otro comedor idéntico al de abajo con una pequeña barra. Éste, como advierten en la puerta de entrada,
solo permanece abierto hasta las once de la noche. No es algo de lo que
extrañarse, pues siempre fue algo normal que los cafés bonaerenses permanecieran abiertos hasta altas horas de la madrugada, sirviendo de refugio
y de lugar de charla a bohemios, insomnes, gente de la noche y algún que otro
lunfardo y punga de la zona.
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