miércoles, 25 de febrero de 2015

CAFÉ EL GATO NEGRO


Cuando cruzas la puerta que separa el interior de la ajetreada avenida Corrientes lo primero que te golpea es un olor muy característico de otras zonas. Un olor que no  esperas al entrar en un café del centro de Buenos Aires. El olor a especias lo inunda todo, golpeando tu olfato y bajando por tus fosas nasales hasta tu interior. Trayendo ante ti, recuerdos de otros países, de otras culturas.        

La sensación si olvidáramos lo que nos rodea, sería similar a la que sientes a entrar en un zoco del Magreb, de Asía, o en una tienda de ultramarinos lisboeta. Una de esas lojas de toda la vida, de las que tras muchos años siguen luchando por sobrevivir junto al río, o a la sombra de un rey de otra época a caballo en la Praça da Figueira. Aromas entremezclado con el olor a humedad centenaria que se escapa entre los recovecos dejados por las estanterías de madera. Los bacalaos salados colgados del techo, con las alacenas repletas de botellas de vino dulce y latas de conservas añejas, pretéritas al temblor sísmico que arrasó la ciudad del Tajo.

            El suelo del café avanza haciendo dibujos romboidales, entre baldosas negras y amarillas que en su día debieron de ser blancas. Decenas de mesas redondas de madera clara, con sillas a juego se diseminan sobre ellas. El mobiliario a simple vista denota menor calidad que la de otros cafés típicos, de menor peso y de tacto más tosco. Pero en realidad son igual de atractivas para los que buscamos cafés con historia y mili a la espalda. Aunque si hay que ser sincero, las mesas son lo de menos, son la parte secundaria a pesar de ser un café de gran tamaño. El protagonismo del local sin duda alguna es para mostrador. Mejor dicho, para lo que se encuentra sobre y detrás de él.

            Se podría decir que recuerda a un colmado, de esos que hasta hace no muchos años podíamos encontrar en muchos lugares del norte de España, como los de Galicia o Asturias, y que por desgracia se han ido perdiendo, dejando espacio a locales insulsos y sin alma, similares a los que puedes encontrarte en cualquier ciudad del mundo. Sin el alma de su pueblo, de sus gentes y de sus causas. Algunos más quedan en Cádiz, donde aún se puede disfrutar de verdaderos clásicos por la zona del Mentidero o de la Viña. Los antiguos montañeses, lugar de chanzas y coplas. Y que duren, pues son pequeños esbozos de otro tiempo que te reciben gustosos, y que te alegran los sentidos de la vista, el tacto, el olfato y sobre todo el del gusto con sus productos de alta calidad.
El mostrador del café El Gato Negro se divide en dos partes a lo largo de la pared izquierda. La primera de ellas va desde prácticamente la puerta hasta la mitad del local, todo él de madera del mismo tono que las sillas y las mesas. Sujetando sobre su parte lisa centenares de botes de cristal, contenedores de todo tipo de especias. Condimentos y aderezos, que se multiplican en la estantería trasera de tablas y traviesas cerradas con puertas corredizas de cristal. Junto a ellos, pequeñas botellas de licor, pequeños botes de aromas para pastelería y estuches de caramelos naturales. Esencias de otra época que una camarera, con el pelo rapado en uno de sus lados, se afana en empaquetar cuidadosamente en paquetitos de cartón con el logotipo del local. La situación la iluminan unas lámparas de araña simples, con seis tulipas lisas y de color azafranado.
            La segunda parte del mostrador se subdivide en dos. La primera parte ocupa tan solo el espacio de una antigua máquina de café que sigue en funcionamiento y que permanece escondida de la vista de los clientes tras unas vitrinas de cristal. En ellas, dividida en cuatro apartados, se exponen los distintos tipos de granos de café que ostenta el local. El Gato Negro como los viejos cafés no solo lo sirven, sino que también lo tuesta, lo muele y lo vende al peso para el exterior. A pesar de eso, y como es costumbre en la ciudad, su café esta aguado, sin sabor recio. Una especie de falso café americano que sirven junto a tres pastas de té y un vaso de soda o sifón. Un café que por mucho que nos empeñemos en beber, a los que nos gusta la bebida cargada y corta, no sirve para quitarnos el mono de la cafeína, a pesar de que nos sirvan esta recuela en locales que son verdaderas maravillas históricas, de una ciudad y de un país.
            La última parte de esta barra, está repleta de platos brillantes de metal que contienen decenas de facturas y pasteles, rellenos todos ellos con dulce de leche, preparados para acompañar las consumiciones de los clientes. Remata la zona una vieja lata de pimentón El Águila, conservada como si acabara de salir de fábrica. En ella, se ve un águila real sobrevolando unas montañas nevadas y la marca del producto. La reliquia metálica sirve para ocultar la moderna pantalla táctil que hace las veces de caja registradora.
            Tanto en la parte interior de este pedazo de barra, como en una estantería exterior, colocada a modo de decoración en el arranque de las escaleras de madera, aparecen botes circulares de un medio metro de alto, con tapadera de varios colores: rojos, negros y marrones. En su día sirvieron para almacenar granos de café recién tostado, aunque ahora ya solo se usan para recordar cómo funcionaba el negocio en el siglo pasado. En todos ellos, dentro de un ovalo, al estilo de mandorla románica se coloca la imagen del negocio: un gato negro con un lazo rojo al cuello. El mismo que llevan los camareros bordado en la parte izquierda del chaleco rojo, a juego con la pajarita.
En la parte superior, hay otro comedor idéntico al de abajo con una  pequeña barra. Éste, como advierten en la puerta de entrada, solo permanece abierto hasta las once de la noche. No es algo de lo que extrañarse, pues siempre fue algo normal que los cafés bonaerenses permanecieran abiertos hasta altas horas de la madrugada, sirviendo de refugio y de lugar de charla a bohemios, insomnes, gente de la noche y algún que otro lunfardo y punga de la zona.

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