Caminar para
los que buscamos escribir es necesario, es un bálsamo para la mente. Ya hace
unos años, en la presentación de Todo es
Silencio en la sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes de Madrid, me
comentaba el escritor gallego Manolo Rivas que un buen escritor tiene que leer
mucho, pero tiene que caminar mucho más. Es la única forma de conocer a la
gente, y de acercarte a sus historias. De empaparte. Rara es la vez que sales a
la calle sin nada sobre lo que escribir, y después de un largo paseo, observando
y escuchando a los que te rodean vuelves sin algo sobre lo que escribir. La
musa del escritor de opinión, o del escritor a secas, es la vida común, la que
ocurre a nuestro alrededor mientras caminamos.
Me encanta caminar, a buen paso y en la mayoría de
las ocasiones sin rumbo fijo, dejándome llevar por lo que veo o por lo que
siento en cada momento. Solo así podemos llegar a conocen en profundidad las
ciudades en las que vivimos y a las personas que las habitan. Cuando después de
muchos días de deambular, de fijarte en los edificios, en las personas, en las
calles… te das cuenta de que la ciudad ha comenzado a devorar las suelas de tus
zapatos, a desgastar los laterales, es entonces, y solo entonces cuando estás
comenzando a comprender todo lo que envuelve a la ciudad en la que vives.
Buenos Aires sólo cuenta con cinco líneas de metro, o
de subte. Ninguna de ellas es muy larga,
y las conexiones apenas se encuentran en la parte baja de la ciudad, junto al río, en las inmediaciones de la plaza de Mayo. Esta falta de una red de metro potente,
que abarque la enorme ciudad, puede resultar bastante incomodo a la hora de
moverte con prisa, a la hora de llegar al trabajo, o a una cita en un horario
concreto. Debes hacer cuentas de hasta donde puedes llegar bajo tierra, para
después hacerte con un colectivo que zigzaguee por la caótica, en ciertas horas
y avenidas, superficie.
Por eso cuando tengo tiempo me lanzo a la calle a
caminar. A pasear la ciudad. Sólo así se conoce de verdad, apartando la capa de
superficialidad y metiéndote debajo de ella. Es un método que aplico siempre, así
he conocido otras muchas ciudades, huyendo del metro y del bus, intentando
hacerme una idea por mí mismo de las medidas y de las distancias. Aprendiendo
con el uso los nombres de las calles y encuadrando sus medidas y situaciones en
mi cabeza, es algo que mantiene despiertos mis sentidos. Observo todo lo que
encuentro al avanzar mi caminata, a todo el que me cruzo. Observo los
maravillosos edificios de otra época, que se entremezclan con las modernas
construcciones, con las playas de aparcamiento que asoman en cada cuadra. Los
maravillosos jardines, que dan un toque de paz y paciencia entre los barrios
más populosos. El sonido de los cláxones, que con el paso del tiempo vas
enlazando con un típico olor de la ciudad, el aroma a nafta estancada de 9 de julio.
Aprendes también a ver las miserias de la ciudad, sus niños descalzos, pidiendo
dinero en los semáforos. Los adolescentes ruinosos durmiendo el mono frío y escalofriante
del paco en la plaza del Obelisco. Los viejos cartoneros, rebuscando a diario
en las bolsas de basura y mojando los cartones para hacerles ganar peso antes de
venderlos en las fuentes del centro
Aprendes a dominar las esculturas, y a saber de quienes
son, a quién están dedicadas. Es la manera de entender poco a poco la historia
de la ciudad y del país. Sus calles son un recorrido histórico de nombres,
placas y homenajes. El tacto va desperezándose, y empiezas a notar sobre tu
piel la humedad del gran río que en ocasiones contrarresta el calor del verano.
El sabor de los productos de la zona que puedes ir saboreando incluso sin
pararte, mientras prosigues tu caminata. El frescor de un trago de agua fría
proveniente de la botella refrigerada que has comprado en el quiosco de
golosinas de la esquina. El sabor alegre a la vez que amargo de la caña de
cerveza que te sirven junto a unas patatas fritas saladas de bolsa, y que te
repone de un día de caminar por la enorme, por la inabarcable, ciudad porteña.
Al pasear vas captando retazos de conversaciones,
de emisiones de radio, pedazo de canciones de los coches que pasan junto a ti
en la calle. Los malos modos de gente que discute con otros que no están de
acuerdo con su parecer, mientras el olfato persigue el crepitante olor de una
parrilla, los olores y colores del interior de un mercado de abastos. Otras
veces reconoces un perfume conocido que te lleva a la otra punta del mundo de
repente. Incluso puedes notar la suciedad de la ciudad en tus propias manos. Solo
de esta manera puedes inmiscuirte por las estrechas y adoquinadas calles de San
Telmo, disfrutando de sus mercados o de los grafitis que plagan a modo de
insignia y característica idiosincrasia el barrio.
Pasear además de ser sano para el cuerpo lo es también es
para la mente, ya lo dije antes. Es la mejor forma de colocar pensamientos, de
buscar ideas o soluciones a problemas que nos rondan la cabeza. Y es que es
algo viejo ya, pues Nietzsche decía que
los pensamientos mejores, son los pensamientos caminados.