lunes, 16 de febrero de 2015

DOMINGOS DE FEBRERO



            Los domingos suelen ser días tranquilos, de esparcimiento y cierta holgazanería, o al menos eso parecen en su esencia primigenia. Días ligeros para leer el periódico más tranquilamente por la mañana, de vermú  y paseo al atardecer. Pero si hay una cosa que te pide Buenos Aires un domingo por la mañana es que te lances a la calle.

Pasearla. La ciudad lo demanda, necesita escuchar sobre su piel de asfalto, piedra y césped el taconear de los zapatos de sus habitantes y visitantes. Por y para ello ofrece innumerables actividades. A las normales atracciones, como los gratos paseos por Corrientes entre libros y discos, o la asistencia a los cafés de otra época que se diseminan a lo largo del plano bonaerense, entremezclándose en perfecto entendimiento con los actuales, podemos añadir el mercado artesanal de la Recoleta, entre ficus milenarios y tango a la gorra, que se despliega junto al más famoso cementerio porque allí descansa tras un largo y novelesco peregrinaje la momia de Evita Perón. En la otra punta de la ciudad los domingos se pliegan a la fiesta semanal de la Costanera Sur, un recreo para la gente más humilde de la ciudad, realizado a los pies de una reserva natural y junto al remozado Puerto Madero. Los asistentes toman mate y almuerzan comida casera, portada en cestas y neveras de plástico, mientras charlas sentados en el césped de la zona cercana a los altos edificios de cristal. Como si demandaran con su dominical presencia su pedacito de memoria histórica, salvaguardando el recuerdo y la evocación de lo que fue una zona más dura para la vida en otro siglo. Al lado, en el viejo Puerto Madero, se entremezclaron trabajo portuense y feroz, con la plataforma de llegada de miles de inmigrantes europeos con una mano delante y otra detrás. Encarando la aventura del nuevo mundo, si tenían suerte, con una maleta de cartón y un par de mudas. Hoy da gusto pasear por su esencia vegetal e histórica porteña nunca pérdida entre familias, mate, conversación y sonrisas.

Pero hay un lugar especial para los domingos, a pesar de estar un tanto abotargado por la demasía de turistas en los últimos tiempos. Lo que uno de los cantores del rock nacional denominó el mercado de las cosas viejas y rotas. Aunque la plaza principal sigue guardando este recurso foráneo, el resto de las calles son mercados de recuerdos de la capital y del país. Aun así, es un paseo ineludible por interesante y por necesario, pues solo así se entienden los matices del barrio y de sus habitantes. 

Lo heterogéneo y lo heterodoxo se diluyen sobre las mesas simples de madera y aglomerado, o sobre una manta en el suelo; libros de viejo, mates, bombillas, películas, remeras de Mafalda, vinilos de tango, cuchillos de Tandil, fotografías en blanco y negro del sentimiento y la tradición bonaerense… Al pasar por el viejo edificio Calmer donde vivió Francisco Ayala en su etapa argenta, sale a mi paso un anciano ciego, de corta estatura y barba blanca y rasposa de varios días. Golpea bruscamente el suelo desigual y peligroso de cantos rodados de la calle Defensa, mientras avanza quejumbroso buscando la firmeza del trazado con sus zapatillas amarillentas y deshilachadas. Cubre su cabeza con una gorra ajada de propagando gubernamental, y en su mano derecha mueve a modo de reclamo un vaso de metal, en cuyo interior retruenan contra los bordes unas cuantas monedas de un peso.

Mientras busco en mi bolsillo unas monedas sueltas para depositarlas en el vaso del ciego, comienzo a oír un griterío de fondo. Provienen del cercano Paseo Colón, de repente parece que allí se arremolina toda la ciudad, como si el mercado hubiera desaparecido y todo el mundo se hubiera concentrado ahí. Los coches pitan, la gente grita y canta, los colectivos pasan atestados de gente que asoman su cuerpo por las ventanas y puertas abiertas. El Paseo Colón se alarga hasta la avenida Almirante Brown en forma de una escandalosa catarata de azul y oro. Es domingo y Boca juega en la Bombonera.

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