martes, 24 de febrero de 2015

COMEDOR PIQUETERO


            Los que me conocen suelen decir que me apunto a un bombardeo, que me meto en cualquier lugar que tenga algo que enseñarme. Debe de ser verdad, porque me han comentado lo mismo gente inconexa entre sí, de distintos países y en distintos idiomas. Bien es cierto que no tengo reparo en entrar en cualquier lugar, en probar cualquier comida o en escuchar cualquier teoría. Pero, como cualquiera, solo suelo volver con frecuencia a los lugares que me hacen sentir cómodo.

            Éste es uno de ellos. Apenas llevo un mes asentado en Buenos Aires y desde los primeros días lo frecuento, es lo que por aquí se denomina comedor piquetero, o almorzadero de trabajador. Encontrarse hoy uno de ellos en las grandes ciudades es mucho más complicado que hace unos años, pero en según qué lugares siguen sobreviviendo. Y lo hacen por el bien de mucha gente.

            En Buenos Aires aún se respetan estos comedores de trabajadores, sobre todo en los barrios de la zona este de la ciudad. En San Telmo por ejemplo, es algo normal y hay varios. Y como algo lógico a la hora de la comida, un día entré en el que se abre en la calle Chacabuco esquina México. Desde aquel día rara es la semana que no acudo a sus mesas varias veces. Más allá de la comida, poder charlar y conversar con gente de la ciudad, que vive lo bueno y lo malo de ella y del país es una pastilla analgésica. Un plus social necesario para alguien que no es natural del país. Un volver a poner los pies en el suelo.

            La comida no se sirve en elegantes platos, ni en cuidadas bandejas de diseño. Los platos son de duralex, de los que usaban nuestras abuelas hace muchos años. Pero la ración de la comida es amplia, casera y sobre todo es barata. Sobre la barra del fondo una mujer hace las labores de cajera. Junto a ella se encuentra la caja de metal con llave, una de esas cajas de metal a modo de pequeño cofre de seguridad. Algo que todo hemos visto por nuestras casas, con documentos o con dinero. Una mísera caja de caudales. En el mostrador se sujeta con papel celo una tabla de cartón donde están escritos los platos y sus precios. Éstos van desde los treinta pesos hasta un máximo de cuarenta y cinco. Una sopa de verdura y de pasta, un plato principal a elegir, pan, agua y una pieza de fruta. Un almuerzo amplio y barato, que es lo mejor que puede tener un comedor piquetero. Un comedor al que se acercan a diario trabajadores de la construcción, comerciantes cercanos, estudiantes, jubilados con una pensión mínima y gente a la que le cuesta llegar a final de mes.
          El local es viejo, y desde fuera no solo no parece un comedor, sino que ni siquiera parece que nos encontremos en una ciudad como Buenos Aires. Pero su interior mejora, cinco filas de mesas con plazas para cuarenta personas, corridas y amplias. Entre las manos de los comensales corren periódicos del día, mientras comentan las últimas noticias o la jornada futbolera del fin de semana. Junto a la barra una televisión encendida en un canal de noticias suena de fondo. Sobre el lugar donde se recogen los platos se lee Alea jacta est, escrito en amarillo sobre una de las cinco vigas circulares de madera que aparecen a lo largo del techo. En las paredes entre recortes de periódicos, donde salen notas de prensa sobre del comedor y de la asociación cultural que representan, se entremezclan imágenes del Che Guevara y de Rosa Luxemburgo.

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