sábado, 28 de febrero de 2015

BUENA GENTE QUE CAMINA


Caminar para los que buscamos escribir es necesario, es un bálsamo para la mente. Ya hace unos años, en la presentación de Todo es Silencio en la sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes de Madrid, me comentaba el escritor gallego Manolo Rivas que un buen escritor tiene que leer mucho, pero tiene que caminar mucho más. Es la única forma de conocer a la gente, y de acercarte a sus historias. De empaparte. Rara es la vez que sales a la calle sin nada sobre lo que escribir, y después de un largo paseo, observando y escuchando a los que te rodean vuelves sin algo sobre lo que escribir. La musa del escritor de opinión, o del escritor a secas, es la vida común, la que ocurre a nuestro alrededor mientras caminamos.

Me encanta caminar, a buen paso y en la mayoría de las ocasiones sin rumbo fijo, dejándome llevar por lo que veo o por lo que siento en cada momento. Solo así podemos llegar a conocen en profundidad las ciudades en las que vivimos y a las personas que las habitan. Cuando después de muchos días de deambular, de fijarte en los edificios, en las personas, en las calles… te das cuenta de que la ciudad ha comenzado a devorar las suelas de tus zapatos, a desgastar los laterales, es entonces, y solo entonces cuando estás comenzando a comprender todo lo que envuelve a la ciudad en la que vives.

            Buenos Aires sólo cuenta con cinco líneas de metro, o de subte. Ninguna de ellas es  muy larga, y las conexiones apenas se encuentran en la parte baja de la ciudad, junto al río, en las inmediaciones de la plaza de Mayo. Esta falta de una red de metro potente, que abarque la enorme ciudad, puede resultar bastante incomodo a la hora de moverte con prisa, a la hora de llegar al trabajo, o a una cita en un horario concreto. Debes hacer cuentas de hasta donde puedes llegar bajo tierra, para después hacerte con un colectivo que zigzaguee por la caótica, en ciertas horas y avenidas, superficie. 

            Por eso cuando tengo tiempo me lanzo a la calle a caminar. A pasear la ciudad. Sólo así se conoce de verdad, apartando la capa de superficialidad y metiéndote debajo de ella. Es un método que aplico siempre, así he conocido otras muchas ciudades, huyendo del metro y del bus, intentando hacerme una idea por mí mismo de las medidas y de las distancias. Aprendiendo con el uso los nombres de las calles y encuadrando sus medidas y situaciones en mi cabeza, es algo que mantiene despiertos mis sentidos. Observo todo lo que encuentro al avanzar mi caminata, a todo el que me cruzo. Observo los maravillosos edificios de otra época, que se entremezclan con las modernas construcciones, con las playas de aparcamiento que asoman en cada cuadra. Los maravillosos jardines, que dan un toque de paz y paciencia entre los barrios más populosos. El sonido de los cláxones, que con el paso del tiempo vas enlazando con un típico olor de la ciudad, el aroma a nafta estancada de 9 de julio. Aprendes también a ver las miserias de la ciudad, sus niños descalzos, pidiendo dinero en los semáforos. Los adolescentes ruinosos durmiendo el mono frío y escalofriante del paco en la plaza del Obelisco. Los viejos cartoneros, rebuscando a diario en las bolsas de basura y mojando los cartones para hacerles ganar peso antes de venderlos en las fuentes del centro


            Aprendes a dominar las esculturas, y a saber de quienes son, a quién están dedicadas. Es la manera de entender poco a poco la historia de la ciudad y del país. Sus calles son un recorrido histórico de nombres, placas y homenajes. El tacto va desperezándose, y empiezas a notar sobre tu piel la humedad del gran río que en ocasiones contrarresta el calor del verano. El sabor de los productos de la zona que puedes ir saboreando incluso sin pararte, mientras prosigues tu caminata. El frescor de un trago de agua fría proveniente de la botella refrigerada que has comprado en el quiosco de golosinas de la esquina. El sabor alegre a la vez que amargo de la caña de cerveza que te sirven junto a unas patatas fritas saladas de bolsa, y que te repone de un día de caminar por la enorme, por la inabarcable, ciudad porteña.
            Al pasear vas captando retazos de conversaciones, de emisiones de radio, pedazo de canciones de los coches que pasan junto a ti en la calle. Los malos modos de gente que discute con otros que no están de acuerdo con su parecer, mientras el olfato persigue el crepitante olor de una parrilla, los olores y colores del interior de un mercado de abastos. Otras veces reconoces un perfume conocido que te lleva a la otra punta del mundo de repente. Incluso puedes notar la suciedad de la ciudad en tus propias manos. Solo de esta manera puedes inmiscuirte por las estrechas y adoquinadas calles de San Telmo, disfrutando de sus mercados o de los grafitis que plagan a modo de insignia y característica idiosincrasia el barrio. 
Pasear además de ser sano para el cuerpo lo es también es para la mente, ya lo dije antes. Es la mejor forma de colocar pensamientos, de buscar ideas o soluciones a problemas que nos rondan la cabeza. Y es que es algo viejo ya, pues Nietzsche  decía que los pensamientos mejores, son los pensamientos caminados.

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