viernes, 4 de septiembre de 2015

VIEYTES

          Es un bulevar venido a menos, muy a menos, aunque en su día debió ser un punto de encuentro, de charla, de vida y de baile. Se encuentra a los pies de las vías del ferrocarril Roca, cruzando todo el que hasta hace no mucho, fue el punto tanguero y navajero de Barracas. Una zona que hace unas décadas se dejó caer en la miseria, en la pobreza y en la delincuencia, devaluaron el valor de sus edificios y de sus calles, para después llevar a cabo la maravillosa recuperación económica de la zona, y la rehabilitación de sus edificios. Es decir, pegar el pelotazo de turno. Algo muy usado en la última parte del siglo XX en Buenos Aires. Antes ya lo hicieron con San Telmo, con el Abasto y con Montserrat, la burda maniobra es siempre la misma, echar a las familias que allí vivían desde siempre, dejando el barrio sin asistencia de ningún tipo, para que se vaya volviendo decrepito él solo, ahogando a sus habitantes y promoviendo la delincuencia, demorando las patrullas y dejando hacer a los chorros, dando vía libre a la impunidad.

Al final el barrio se deshabita, y se llena de gente sin hogar que ocupa casas y locales, después  estos, se les hecha por la fuerza, el barrio se llena de seguridad y comienzan las reformas. Todo cuesta el triple que antes, y las familias de siempre han tenido que dejar su barrio de siempre, para mudarse al norte  de la ciudad los que pueden permitírselo, y al conurbano los que no. Ya todo está listo para crear apartamentos de lujo, para llenar los bajos con tiendas de colorines y empresas de cadenas extranjeras. Un barrio sin historia y sin alma. Barracas fue el último en sufrirlo, o el penúltimo más bien, pues lo intentaron con La Boca, la arrebataron su vida, y después no han sido capaz de general el pelotazo, abandonándolo a su suerte. Tal vez por las continuas crisis del país, tanto económicas como de valores, o tal vez porque La Boca siempre fue un lugar especial, diferente, donde la gente no se dejó amedrentar y siguen poblando sus calles, tristes y sucias, muy cerca del centro de recreo del turismo llamada Caminito, donde los turistas se fotografían rodeados de la ciudad imaginaria, y evocadora que creó Quinquela Martín, mientas miran con asco el hediondo Riachuelo, pensando que con eso ya conocen a la perfección los bajos fondos del barrio y de la ciudad.

Así era-lo sigue siendo en parte- el viejo barrio de Barracas, y aunque una de las calles principales del barrio, como es Montes de Oca, ha sucumbido al urbanicidio amparado por gobierno local y nacional, el resto, a pesar de haber mejorado mucho, sigue mantenido un esencia única, que se respira en el ambiente según paseas por ella, sobre todo una vez has cruzado los puentes de la autovía 9 de julio, y te vas acercando a las vías de ferrocarril, cuando comienzas a sentir la humedad del contaminado Riachuelo, allí donde entre las calles Goncalves y avenida general Iriarte, abre las puertas Los Laureles, el último de Filipinas de aquello, que en su día fueron las pulperías donde se estrenaban los tangos para los portuarios, para los primeros visitantes del viejo Buenos Aires, con ginebra de garrafa, bebidas extraviadas y un farol en la esquina que da luz a poco más que su pedazo de vereda, mientras al lado resuena oxidado el tren que sale o entra desde la provincia. El lugar sigue albergando los viernes noche a los viejos habitante de la zona que se visten como si fuera su última noche de tango, y escuchan los clásicos en disco de pasta mientras sacan del olvido los viejos combinados. La última noche del Titanic.

 O cuando cruzas la avenida hacía el este, y entre casas bajas y recubiertas de chapa ondulante vas internándote en el barrio de La Boca, en el auténtico, dejas atrás el viejo local del Café El Estaño, donde de pronto la calle Aristóbulo del Valle termina en un gran parque situado tras la cancha de Boca; La Bombonera, pintada en azul y amarillo. Perros sueltos, se rascan mientras buscan donde sentarse a descansar, gatos siguen su estela, carros destartalados  de cirujas aparcados a las puertas de las casas desconchadas, situadas sobre aceras tremendamente elevadas del nivel de la calle y encaladas o pintadas de blanco, que ya es negro, familias sentadas en las puertas de los locales  compartido mate, con las manos negras y duras de tanto trabajar, de tanto buscar su vida entre la basura, otros por culpa del Paco, que sigue haciendo estragos en la zona. Las calles a medio asfaltar, dejando ver los antiguos adoquines de aquella ciudad esplendorosa, desaparecida. Fachadas cubiertas de chapas de colores oxidados, con goteras y marcas de humedad en cada rincón, basura en las esquinas y construcciones a medio terminar. A lo lejos, en las primeras esquinas, y con el anochecer presente, avisa peligroso el brillo del colmillo lobero, de la faca afilada y la navajada en la entrepierna. La Boca, la de verdad. Después al final del barrio, los colores y las tiendas de regalos y el falso tango, que intenta cubrir con una capa brillante lo real y lo palpable, la miseria.


No muy lejos de allí de nuevo en el viejo Barracas, al lado del puerto seco donde se amontonan miles de contenedores, que van y vienen del viejo y nuevo puerto, en la esquina con la calle Suarez, se levanta la estatua a Vievtes, en mitad del viejo bulevar venido a menos que lleva su nombre. Su autor, José Llameces. Hipólito Vieytes fue mucho más que una estatua venida a menos, enmarcada ante el esqueleto de un edifico demasiado grande para la zona, y que ya nuca terminará de construirse. Todo ello en un bulevar venido a menos y en una zona venida a menos, de un barrio venido a menos. Vieytes es una de esas personas que pasan desapercibidas en la historiografía patria, y por supuesto en la extranjera, pero fue uno de los principales culpables del movimiento que acabaría trayendo la independencia del antiguo territorio virreinal. Él, criollo de corte independentistas, cedió su jabonería, situada en la actual avenida  9 de Julio-uno de esos sitios históricos que la gran avenida se tragó en los años treinta y cuarenta del siglo XX-, y allí se dieron cita los nombres más importantes del silgo XIX, allí fueron las primeras reuniones subversivas para conspirar contra el Virrey, consiguiendo que éste dejara su puesto, y aprobaran la creación de la Primera Junta bonaerense, germen del futuro Congreso de Tucumán, que declararía la independencia y sancionaría la primera constitución argentina en 1816.

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