Fue un viaje inesperado, por la visita a la ciudad y por
lo que me llevó allí. Llegué a la estación de ómnibus rosarina para un
encuentro, aunque más bien pareció un recuentro. Al poco de bajar del vehículo
conocí a mi prima, una prima tercera, descendiente de un familiar que se vino a
la Argentina en 1912. Ciento tres años después la familia se reencontró de
nuevo, y a pesar de no conocernos, de solo saber del otro desde una semana
antes, el encuentro fue como volver a ver a una persona con la que has compartido
mucho; tiempo, ideas, gustos, aficiones, pensamientos…
Busqué
el rastro de sus descendentes cuando llegué aquí, visite el archivo de la
inmigración y el archivo de los mormones de La Plata-ellos guardan el mayor número
de información de todos aquellos que vinieron desde Europa a buscar una vida
mejor-, pero nada. Pero de pronto, un día sonó un timbrazo en una casa de un
pueblo zamorano, unos días después un email voló desde Buenos Aires a Rosario,
y en una semana, Rosario fue el lugar de encuentro para unir a las dos partes
de la familia, la tercera generación. Nuestros mayores nunca se olvidaron, los
que se vinieron a Argentina, recordando con tristeza sus raíces. Los que se
quedaron preguntándose qué habría sido de sus parientes. Hace unos días por fin
pudimos poner en relación las miradas de ambos lados. Un homenaje a nuestros
mayores que no pudieron hacerlo.
Creo que
aún nos soy consciente de todo lo que esto ha significado para mi vida, para mi
futuro, para mi relación con un país que ya antes de ello me había acogido con
los brazos abiertos. Apenas fue un fin de semana, pero fue mucho más, fue un
punto de partida que se fraguó a base de charla-volví casi sin voz-, de paseos
por la maravillosa ciudad que se eleva junto al río Paraná, y del disfrute
gastronomía del lugar. Me sentí integrado en el lugar, en su entorno, con su
gente, volví agradecido, feliz, con ganas de más. Con ganas de recuperar para
mí y para los mío, los ciento tres años perdidos entre la brisa del océano
Atlántico.
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