Llegué
a esa zona del barrio una tarde soleada de invierno, la claridad del cielo
bonaerense suele engañar, da la cara limpia y serena, pero en el fondo esconde
viento frío y humedad, una mezcla que te deja helado en cuanto pasas una hora
en la calle. Esa tarde Buenos Aires volvía a mentir compulsivamente.
Caminé hasta la zona baja de
Barracas buscando una localización para colocar una pensión venida a menos,
pero segura ante los ojos de la policía-de la cana dicen aquí-, para algo que
estoy comenzando a escribir. Me acerqué hacía las viejas vías del tren Roca,
entre el tramo que va desde Plaza Constitución hasta la vieja estación de
Hipólito Yrigoyen. Lo encontré pronto, una esquina apenas construida, o mejor
dicho, construida y casi derruida frente a las vías, mirando al puente por el
que no dejan de pasar camiones cargados con contenedores, día y la noche. La
zona está enmarcada por algunos grandes edificios que solo muestran su
esqueleto, y que seguramente queden así de por vida. La burbuja inmobiliario o
la crisis les pilló a medio camino. El barrio parece desmadejado en ese punto,
pero tiene un toque que muy pocos otros lugares de Buenos Aires tienen.
Me gusta el lugar me digo, hago
algunas fotos y paseo alrededor del lugar donde voy a colocar la pensión. Al
rato me doy cuenta de que justo enfrente del lugar, al otro lado de la calle
Suárez, se abre un viejo café, uno de los de toda la vida, me acerco curioso,
me asomo y entro. Se llama La Flor de Barracas, el lugar es fantástico, recoge
toda la tradición de los primeros cafés del barrio y de la zona sur de la
capital porteña.
En lo primero que me fijo es en el
suelo, de baldosa antigua de aquellas pintadas a mano y después cocidas individualmente,
al estilo portugués, con dibujo geométrico a colores, perfecto. La barra de madera
impecable, y el fondo, con una estantería totalmente cubierta de botellas de
licor.
Decido sentarme en una de las mesas que están junto
a la ventana, enfocada hacía el solar que no hace mucho estaba observando, pido
un café y mientras la chica sonriente que atiende las mesas me lo acerca, voy
tomando unas notas en una libreta que siempre llevo en el bolsillo. Pero de
nuevo miro el interior del local, techo alto, mesas rectangulares de a cuatro y
sillas clásicas de madera. El café esta bueno, a pesar de que los cafés
bonaerenses me siguen pareciendo aguados. Junto al vaso de sifón y la taza de
café, otro vaso de cristal, en su interior un ramillete de flores violetas
naturales, lo que da un toque diferente al lugar.
De
pronto, allí sentado lo veo, desde donde estoy se ve perfectamente la futura
puerta de la pensión extra radial, y donde se esconderá algo que mi personaje
protagonista debe encontrar. No lo dudo ni un momento, la silla que yo ocupo en
ese momento la ocupará mi protagonista, y desde ella vigilará la entrada y
salida de la gente del edifico que se encuentra en frente. Me lo imagino allí
sentado, casi aterido de frío, esperando calentarse las manos y las entrañas
con un café caliente y un par de medias lunas de grasa. El día naciendo desde
el Riachuelo y los niños llegando escandalosos al cercano colegio de la normal.
Salgo,
al igual que hará él por la puerta principal, cruzo la calle sin buscar el paso
de cebra, esperando que me dejen el paso expedito los camiones cargados con contenedores
y me planto en la otra vereda, donde una ventana tapada se convertirá en una
puerta vieja, tras de la cual se elevarán dos tramos de escalera. Sin duda una
tarde bien aprovechada.
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