El lugar puede pasar desapercibido a simple vista, un
local de pizzas y empanadas en una calle no muy ancha, y en un lugar poco
frecuentado por el turismo y las grandes masas de gente. Pero El Cuartito sin embargo, puede
considerarse uno de los mejores lugares para comer pizza de toda la ciudad de
Buenos Aires. Está sobre Talcahuano, casi esquina con Marcelo T. Alvear.
Paso a
menudo por su puerta, tanto cuando paseo por el cetro de la ciudad, como cuando
subo a llevar a cabo mi trabajo de investigación en la Biblioteca Nacional, y
siempre; sin importar la hora ni el día, el local está lleno de gente charlando
y disfrutando de una pizza situada normalmente en mitad de la mesa.
Después de
pensar varias veces en entrar y comer un día en su interior, hace un par de
días lo hice, crucé la parte principal de la entrada, abarrotada de gente
esperando sus pizzas y empanadas para llevar, mientras las personas de la
cocina corren y se mueven tras la barra, mostrando sus movimientos
entrecortados entre las estanterías metales que separan los dos ambientes. Paso
al salón, me siento contra la pared de los ventanales para poder contemplar el
local en todo su esplendor, ver moverse a los camareros y asomarme a las mesas
de los comensales, ver su actuación. Les veo disfrutar de sus platos, me
convencen sus caras de complacencia mientras vacían sus platos. Aún asiento en
mi interior cuando se me cerca el camarero, un hombre de unos cincuenta años
con una sonría en la boca, le hago mi pedido. No tarda ni un minuto en servirme
la bebida, y unos minutos después cuando aún no he reparado en la mitad de las
meses del local, el camarero aparece con mi pedido, de pronto el ambiente se cubre
de un olor que me atrapa, la pizza recién hecha me llama, y la fainá, diferente
a las comidas anteriormente, más basta a simple vista, más compacta, me
sorprende gratamente al llevármela al paladar. Un sabor irrepetible.
El local lleva abierto desde 1934, y desde entonces ha
ido amontonado muchos recuerdos, algunos aún están sobre sus paredes; la mayor
parte son recuerdos deportivos. Me doy cuenta, que estoy sentado prácticamente
bajo una foto firmada de toda la plantilla del Futbol Club Barcelona de la
temporada 1992-1993, foto firmada por todos y cada uno de los jugadores, y al
otro lado, un viejo banderín del Estudiantes de la Plata. El resto son imágenes
de futbolistas, pero también de boxeadores, esquiadores y atletas, cubriendo
las paredes casi por completo. En un apartado, donde también aparecen mesas y comensales
agradados por la comida, un mural en honor a Boca Juniors se apodera de la
pared. Al fondo, rematando o presidiendo la sala, aparece la única foto que no
pertenece a un deportista; una imagen blanca y negra de Marilyn Monroe.
Salgo
contento, con el estómago lleno, y dispuesto a volver en breve, antes de dejar
la ciudad, apuntando mentalmente el lugar en mi lista de favoritos porteños,
para volver y recomendar.
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