Está al principio de la calle Larga, al menos así se
denominaba a la actual Manuel Montes de Oca cuando el barrio de Barracas bullía
de vida y actividad, y su población estaba cargada de trabajo que nacía a la
vera del Riachuelo. Cuando todas los frigoríficos o barracas de carne y cuero
se situaban allí. Eran los años grandes para el barrio, durante el siglo XIX,
cuando en los alrededores de la calle Larga se levantaban fábricas alimenticias
que se harían famosas en todo el país, creando productos que fueron clásicos-algunos
lo siguen siendo aún hoy-, pero que con el tiempo se perdieron, como se perdió
el viejo barrio; bizcochos Canale, galletas Bagley o chocolates El Águila.
Pasear
por Montes de Oca es como hacerlo por un paseo de nostalgias, un paseo cargado
de historia, de vidas y de sueños. Los edificios históricos se amontonan, como
la iglesia de Santa Lucía o la cercana Casa Cuna, hoy hospital infantil. Aunque
algunos se sujetan de mala manera, a punto de caerse siempre, pero también
siempre manteniéndose como buenamente puede, sobreviviendo. Una metáfora más del
barrio.
Como
todo viejo barrio de una ciudad con mucha historia y muchas vidas, el antiguo Barracas
cuenta con algunas leyendas e historias curiosas. Leyendas que como suele ser
costumbre se apoderan de los edificios más llamativos, los más viejos y por
supuesto los más interesantes de la zona. Este es el caso de la famosa Casa de
los Leones, junto a la vieja Casa Cuna, casi a un paso de la calle Caseros y
sobre la vieja estación general Roca de Plaza Constitución. En ese punto
aparecería Eustoquio Díaz Vélez -hijo de un héroe militar que había luchado
contra los ingleses en las invasiones de 1806 y 1807, y contra los españoles
durante la guerra de la Independencia-, un tipo que gracias a las ingentes
cantidades de tierras que poesía al sur de la provincia de Buenos Aires, donde
llevaba a cabo actividad de hacienda y ganadera, se había labrado un capital
que podía igualarse a los Anchorena o a los Alazaga, de los que hemos hablado
en algunas ocasiones.
Sería en 1880 cuando Eustoquio compró la mansión de
estilo francés por su cercanía con el puente Gálvez-actual puente Pueyrredón-, por
aquel entonces único puente que cruzaba el Riachuelo, y que le daba rápida salida
a sus terrenos del sur. La zona por aquel entonces quedaba lejos de la ciudad, Eustoquio
temeroso de sufrir algún robo o asalto en la oscuridad de la noche, decidió
usar su amplio jardín para soltar unos animales que protegieran la casa y a la familia.
Lo lógico hubiese sido que comprara grandes perros, como acostumbraban a hacer los
demás dueños de casonas o quintas. Pero Estoquio, que parece ser era bastante excéntrico
y extravagante, hizo que le trajeran tres leones. Los animales eran liberados
durante la noche, y se les mantenía en jaulas durante el día, o cuando
celebraba fiestas en la casa, evitando así que se produjera alguna desgracia.
Una de las
hijas del dueño comenzó a mantener una relación con un joven, hijo de una familia
también dedicada a las haciendas y el ganado. Eustaquio y su mujer Josefa,
vieron la relación con buenos ojos, y cuando los jóvenes decidieron caerse, los
padres organizaron una enorme fiesta en la casa de Montes de Oca. Como en cada
noche que había fiesta, los leones fueron guardados en sus jaulas para preservar
la integridad de sus invitados, pero un error humano dejó una de las jaulas mal
cerrada, lo que proporcionó que uno de los leones escapara.
En el
momento que el novio tomaba la palabra para agradecer la fiesta a sus futuros
suegros, y explicar lo afortunado que se sentía de haber conocido a su hija, el
león saltó desde unos matorrales y lo atacó. Mientras todos miraban
horrorizados la escena, Eustoquio corrió en busca de una de sus escopetas de
caza, para después de cargarla abatir de un certero disparo a la fiera. Para entonces
ya era tarde, el novio había muerto bajo las garras del animal. La familia del
novio culpo a Eustoquio de la muerte de su hijo por tener animales salvajes en
casa, algo que también hizo su hija. Nunca le perdonó a su padre la muerte de
su amado, y al no poder curar su dolor decidió acabar con su vida. Desde ese día
Eustoquio cayó en una profunda depresión, dejó de visitar sus haciendas y se encerró
en su casa.
En mitad de la depresión Eustoquio decidió sacrificar a
los animales, pero llevado por la locura o por el cariño que sentía hacía ellos,
optó por sustituirlos por esculturas casi a tamaño natural. Es curioso como una
de las esculturas, la que se encuentra justo a la entrada de la calle,
representa a un león atacando a un hombre que intenta defenderse sin
conseguirlo. A día de hoy, en el lugar que se sigue manteniendo en pie y en
perfecto estado de visita, pero en su interior no vive una familia, sino que se
ha instalado la Fundación para la vivienda y trabajo. Las historias actuales
cuentan que los que allí trabajan suelen escuchar en ocasiones una especie de
gritos o llantos, que podrían pertenecer al novio de la hija de los Díaz Vélez.
Lo
cierto es que los leones están en el jardín, que uno de ellos se encuentra
tacando a un hombre, y tal vez pueda ser cierto lo de que los que allí trabajan
escuchen llantos y gritos. No puede olvidarse que el edificio está junto al hospital
infantil del barrio. Lo que sin duda no puede ser cierto, es que los gritos pertenezcan
a aquel novio muerto de forma trágica en la fiesta de compromiso de la joven
pareja, pues el matrimonio Díaz Vélez jamás tuvo ninguna hija, sino que sus dos
únicos descendientes fueron varones. Evidentemente al no haber hija, no hubo
novio, ni cena de compromiso, y es poco probable que un caserón de Buenos
Aires, por muy rico que fuera su dueño pudiera tener sueltos por su jardín animales
salvajes y carnívoros. Pero que sería una ciudad como Buenos Aires sin leyendas
y mitos.
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