Ya he dicho muchas veces que el café porteño no es santo
de mi devoción, que lo tomo pero en pocos casos lo disfruto, demasiada agua y
poco café en el vaso para mi gusto. Pero la ciudad es un templo de cafés
históricos y modernos, en ellos se charla, se discute apasionadamente y sobre
todo se vive, haciendo que estos lugares sean imprescindibles en la ciudad. Esta
costumbre sin duda hace que el líquido negro sea casi tan consumido como el
mate en la zona. Por ello, no es nada extraño-de hecho lo raro es lo
contrario-, encontrarse un bar, un quisco con cafetera o un tipo con su carrito
sirviendo café, en cualquier lugar donde se junten más de cuatro personas. Y de
hecho de esas cuatro, al menos dos comprarán un café, sin duda, y si de paso
hay facturas para acompañar el trago de cafeína, miel sobre hijuelas.
Por
supuesto en San Telmo o en la feria de Mataderos se multiplican como los
champiñones en primavera, pero a mí me gusta verlos en el día a día; en la
puerta de las estaciones de ferrocarril, en la explanada anterior a la estación
de ómnibus de Retiro, en la plaza San Martín de La Plata o en la plaza Lavalle,
al lado del Palacio de Tribunales, donde tienen clientes fieles, como el que
suscribe, que siempre que va en busca de la Combi para viajar a La Plata, le
consume un café con un golpe de leche. Mientras, cometamos las últimas noticias
del día, las mismas que un repartidor de peridotos gratuitos grita en una
esquina cercana. El café no es bueno, tampoco es barato-cosas que tiene esta
ciudad-, pero valen la pena los pesos invertidos para meter algo caliente en el
cuerpo, mientras se espera en mitad de la calle sobreponiéndose al invierno
austral. Además la charla con Osvaldo; el vendedor de café vale la pena, su
sonrisa -a pesar de la vida desgraciada que lleva- se contagia y el día es
mejor día, porque en mitad del quilombo que es Buenos Aires en hora pico,
personas como estos vendedores de café ambulante hacen que te reconcilies con
el género humano.
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