Caminaba hace unos días por la parte alta de la calle
Corrientes, muy cerca de la estación ferroviaria de Lacroze y el cementerio de
La Chacarita. Me entretuve buscando la escultura dedicada a los Andes que desde
siempre ocupó el parque, y que hace unos meses misteriosamente desapareció,
desde el gobierno de la ciudad se dijo que era para restaurarla y mejorar el parque.
Lo cierto es que la teoría que emanaba desde el ayuntamiento no acababa de gustarme,
me sonaba mucho a las del gobierno nacional sobre otras esculturas que han volado-como
la de Colón-, Buenos Aires es una ciudad en la que las esculturas
desaparecen y nunca más se vuelve a saber de ellas. El patrimonio porteño es
esquilmado día tras día y parece que a nadie le importa.
Por
suerte en esta ocasión la teoría gubernativa fue cierta, y allí a un par de
cuadras de donde me encontraba, y pegada a la vereda de la calle, la escultura
dedicada a los indios originarios había sido repuesta, además de ser limpiada,
se había colocado sobre un nuevo pedestal que le daba más enjundia al conjunto.
Seguí mi paseo contento, en este caso al menos-pensé-, a ganado la memoria del
pueblo a la manipulación del poderoso.
Monumento dedicado a los
pueblos originarios en el parque de los Incas, Chacarita.
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Proseguí mi camino por Corrientes con intención de cruzar
la ciudad caminando, desde allí hasta Puerto Madero, cruzando varios barrios
que poco o nada tienen que ver entre sí, un trabajo de campo que suelo hacer
mucho en la ciudad, y que es la única forma de hacerse una idea un poco cabal
del cómo y del porqué del lugar. Pero un par de cuadras más adelante, justo en
la intersección de Corrientes con la calle Concepción Arenal tuve que volver a
detenerme. Aún era parte del enorme parque, aunque ya estaba casi fuera de él,
en la esquina de la última vereda. Un árbol grande, un ombú posiblemente. Bajo
él se levantaba una especie de caseta o de chabola, realizada a base de reteles
de madera y chapa, toda pintado de rojo. En la puerta un tipo vigilaba la
entrada y salida de gente. Su indumentaria era muy curiosa, portaba la remera
del equipo de barrio; el Atlanta, pero en mitad del pecho en vez de mostrar la
publicidad consabida, llevaba a un tipo barbudo, un gaucho me pareció a simple vista.
Entré en
el predio, pequeño, unos cinco metros por otros cinco, vallado por una simple
reja de poco más de metro y medio de altura. Al fondo, pegado al tronco del
árbol, como si se sujetara sobre su superficie robusta, se levantaba un diminuto
santuario donde solo podíamos entrar un par de personas. En su interior, una
escultura casi llevada al mínimo, representaba a un gaucho del siglo XIX, con bigote
negro y apoyado sobre una cruz que le brotaba de la espalda. El Gauchito Gil,
dijo a mi espalda el chico de la camiseta de futbol. Debió observar mi sorpresa
al verme dentro de un santuario tan curioso, y me contó la historia del santo,
más propio de la memoria y de la mitología del pueblo que de la santidad
oficial.
Antonio
Mamerto Gil Núñez, se llamaba en su nacimiento el Gauchito Gil, natural de Pay
Ubre, cerca de Mercedes en Corrientes. Como los correntinos de esa época, el
gaucho Gil era un trabajador de campo, agricultura y ganado-por mucho que les
moleste a algunos en la actualidad, las labores, que hicieron de Argentina el país
rico que dio de comer a toda Europa durante los años negros del siglo XX, y que
ahora se están dejando caer en el olvido-. Adorador de San La Muerte, el gaucho
Gil tuvo un romance con una señora adinerada de su pueblo, lo que hizo levantar
los recelos, que con el paso del tiempo se convertiría en odio de los hijos de la dama de alta alcurnia. Ese
odio reinante y creciente hizo temer a Gil por su vida, y decidió alistarse en
los ejércitos de la Triple Alianza, que en aquellos momentos comenzaban la guerra
contra Paraguay. Cuando volvió de la guerra sano y salvo, fue obligado a
alistarse para otra guerra, en este caso interna; él debía ingresar en las
filas del partido autonomista para lucha contra los hombres del partido liberal
correntino. Gil decidió que ya había tenido bastante guerra en su vida y
desertó, las autoridades lo capturaron, y el verdugo se frotaba las manos de
gusto, cuando después de colgarlo de un pie boca debajo de un árbol de
espinillo recibió la orden de degollarlo.
Antes de
ser degollado, Gil le dijo a su verdugo que su hijo estaba muy enfermo, y que
si quería curarlo debería rezar a él, al Gauchito Gil. El verdugo hizo su
trabajo y Gil quedó desangrándose tirado en el suelo, junto al árbol. El
verdugo al llegar a su casa, parece ser se encontró a su hijo muy enfermo,
entonces recordó lo que Gil le dijo antes de ser ajusticiado, y le rezó. El niño
se curó y el verdugo inmediatamente fue en busca del cuerpo de Gil para darle
un entierro digno. Verdad o leyenda, el caso es que el Gauchito Gil desde
entonces fue venerado por sus milagros, y el pueblo le ha ido levantando
santuarios como el de Chacarita por todos los lugares del país.
Al
salir, el tipo me tendió una estampilla del Gauchito Gil, asegurándome que si
lo llevo conmigo el Gauchito me protegerá de los verdugos. Me la guardé, por si
acaso y seguí mi camino, pero no pude dejar de pensar en las analogías de la
cultura popular de los pueblos, y me vino a la cabeza, el respeto que los
narcos mexicanos de Sinaloa tiene hacia otro santo civil, al que van a rezar
antes de emprender un vuelo con sus avionetas Cessna llenas de droga, entre
Sinaloa y el sur de los Estados Unidos; Jesús Malverde, asaltador de caminos y
patrono del narco.
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