Es un bulevar venido a menos, muy a menos, aunque en su día debió ser un
punto de encuentro, de charla, de vida y de baile. Se encuentra a los pies de
las vías del ferrocarril Roca, cruzando todo el que hasta hace no mucho, fue el
punto tanguero y navajero de Barracas. Una zona que hace unas décadas se dejó
caer en la miseria, en la pobreza y en la delincuencia, devaluaron el valor de
sus edificios y de sus calles, para después llevar a cabo la maravillosa
recuperación económica de la zona, y la rehabilitación de sus edificios. Es
decir, pegar el pelotazo de turno. Algo muy usado en la última parte del siglo
XX en Buenos Aires. Antes ya lo hicieron con San Telmo, con el Abasto y con
Montserrat, la burda maniobra es siempre la misma, echar a las familias que
allí vivían desde siempre, dejando el barrio sin asistencia de ningún tipo, para
que se vaya volviendo decrepito él solo, ahogando a sus habitantes y promoviendo
la delincuencia, demorando las patrullas y dejando hacer a los chorros, dando vía
libre a la impunidad.
Al final el barrio se deshabita, y se llena de gente sin
hogar que ocupa casas y locales, después
estos, se les hecha por la fuerza, el barrio se llena de seguridad y comienzan
las reformas. Todo cuesta el triple que antes, y las familias de siempre han tenido
que dejar su barrio de siempre, para mudarse al norte de la ciudad los que pueden permitírselo, y
al conurbano los que no. Ya todo está listo para crear apartamentos de lujo,
para llenar los bajos con tiendas de colorines y empresas de cadenas
extranjeras. Un barrio sin historia y sin alma. Barracas fue el último en sufrirlo,
o el penúltimo más bien, pues lo intentaron con La Boca, la arrebataron su
vida, y después no han sido capaz de general el pelotazo, abandonándolo a su
suerte. Tal vez por las continuas crisis del país, tanto económicas como de
valores, o tal vez porque La Boca siempre fue un lugar especial, diferente, donde
la gente no se dejó amedrentar y siguen poblando sus calles, tristes y sucias,
muy cerca del centro de recreo del turismo llamada Caminito, donde los turistas
se fotografían rodeados de la ciudad imaginaria, y evocadora que creó Quinquela
Martín, mientas miran con asco el hediondo Riachuelo, pensando que con eso ya
conocen a la perfección los bajos fondos del barrio y de la ciudad.
Así era-lo sigue siendo en parte- el viejo barrio de
Barracas, y aunque una de las calles principales del barrio, como es Montes de
Oca, ha sucumbido al urbanicidio amparado por gobierno local y nacional, el
resto, a pesar de haber mejorado mucho, sigue mantenido un esencia única, que
se respira en el ambiente según paseas por ella, sobre todo una vez has cruzado
los puentes de la autovía 9 de julio, y te vas acercando a las vías de ferrocarril,
cuando comienzas a sentir la humedad del contaminado Riachuelo, allí donde entre
las calles Goncalves y avenida general Iriarte, abre las puertas Los Laureles, el último de Filipinas de aquello,
que en su día fueron las pulperías donde se estrenaban los tangos para los
portuarios, para los primeros visitantes del viejo Buenos Aires, con ginebra de
garrafa, bebidas extraviadas y un farol en la esquina que da luz a poco más que
su pedazo de vereda, mientras al lado resuena oxidado el tren que sale o entra
desde la provincia. El lugar sigue albergando los viernes noche a los viejos
habitante de la zona que se visten como si fuera su última noche de tango, y
escuchan los clásicos en disco de pasta mientras sacan del olvido los viejos
combinados. La última noche del Titanic.
O cuando cruzas la
avenida hacía el este, y entre casas bajas y recubiertas de chapa ondulante vas
internándote en el barrio de La Boca, en el auténtico, dejas atrás el viejo
local del Café El Estaño, donde de
pronto la calle Aristóbulo del Valle termina en un gran parque situado tras la
cancha de Boca; La Bombonera, pintada
en azul y amarillo. Perros sueltos, se rascan mientras buscan donde sentarse a
descansar, gatos siguen su estela, carros destartalados de cirujas aparcados a las puertas de las casas
desconchadas, situadas sobre aceras tremendamente elevadas del nivel de la
calle y encaladas o pintadas de blanco, que ya es negro, familias sentadas en las
puertas de los locales compartido mate,
con las manos negras y duras de tanto trabajar, de tanto buscar su vida entre
la basura, otros por culpa del Paco, que sigue haciendo estragos en la zona. Las
calles a medio asfaltar, dejando ver los antiguos adoquines de aquella ciudad esplendorosa,
desaparecida. Fachadas cubiertas de chapas de colores oxidados, con goteras y marcas
de humedad en cada rincón, basura en las esquinas y construcciones a medio
terminar. A lo lejos, en las primeras esquinas, y con el anochecer presente,
avisa peligroso el brillo del colmillo lobero, de la faca afilada y la navajada
en la entrepierna. La Boca, la de verdad. Después al final del barrio, los
colores y las tiendas de regalos y el falso tango, que intenta cubrir con una
capa brillante lo real y lo palpable, la miseria.
No muy lejos de allí de nuevo en el viejo Barracas, al
lado del puerto seco donde se amontonan miles de contenedores, que van y vienen
del viejo y nuevo puerto, en la esquina con la calle Suarez, se levanta la
estatua a Vievtes, en mitad del viejo bulevar venido a menos que lleva su
nombre. Su autor, José Llameces. Hipólito Vieytes fue mucho más que una estatua
venida a menos, enmarcada ante el esqueleto de un edifico demasiado grande para
la zona, y que ya nuca terminará de construirse. Todo ello en un bulevar venido
a menos y en una zona venida a menos, de un barrio venido a menos. Vieytes es
una de esas personas que pasan desapercibidas en la historiografía patria, y
por supuesto en la extranjera, pero fue uno de los principales culpables del
movimiento que acabaría trayendo la independencia del antiguo territorio
virreinal. Él, criollo de corte independentistas, cedió su jabonería, situada
en la actual avenida 9 de Julio-uno de
esos sitios históricos que la gran avenida se tragó en los años treinta y
cuarenta del siglo XX-, y allí se dieron cita los nombres más importantes del
silgo XIX, allí fueron las primeras reuniones subversivas para conspirar contra
el Virrey, consiguiendo que éste dejara su puesto, y aprobaran la creación de
la Primera Junta bonaerense, germen del futuro Congreso de Tucumán, que
declararía la independencia y sancionaría la primera constitución argentina en
1816.